La mañana, radiante
y primaveral, invitaba al canto de los pájaros y a la exaltación del ánimo. El
quiosco, rodeado de la frescura y la fragancia de las plantas y los árboles
cercanos, que adornaban el parque, parecía erigirse en el vivo monumento a
tanta perfección antes de que aquella estampa fuera difuminada por el bullicio
que aportan las horas centrales del día en la gran ciudad.
Un muchacho de físico desgarbado,
desaliño en sus ropas y peinado cual ave repelada y sudorosa, se acercó al
mostrador, donde el quiosquero ordenaba con esmerada concentración la prensa
diaria.
–Por favor, ¿le ha llegado el último
número de Ornitología fácil?
–preguntó con cierta timidez y trino cantarín el chico.
Sin ocultar los movimientos lentos y
comedidos con que llevaba a cabo su ocupación, aquel dependiente se agachó
pausadamente y se erigió al momento portando entre sus manos el ejemplar de la
revista que se le solicitaba. En la portada, los titulares anunciaban el tema
principal que ese mes trataba la publicación: “¿Cómo enseñar a cantar a un
canario?”.
–¿Tienes ya éste? –dijo
mecánicamente, a modo de sucinta interrogación con que aportar la información
suficiente al caso.
–¿Usted que cree? –respondió el
muchacho con una mezcla de malhumor e insolencia, haciendo uso de nuevo de
aquella voz chispeante, a la vez que movía nerviosamente la cabeza de un lado a
otro.
Después, sin decir
nada, dio la vuelta a su cuerpo mediante un torpe movimiento de sus patas y se
marchó, dando saltitos cortos y desmemoriados mientras se alejaba hacia la
salida del parque y hurgaba con el pico en su costado por ver si encontraba
vestigios de un primitivo plumaje.
Felipe Díaz Pardo
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