sábado, 2 de abril de 2016

Relato: "Estación en curva"

A continuación os presento mi relato "Estación en curva", publicado en la antología El cielo en tus manos (Ediciones Atlantis, 2016):



ESTACIÓN EN CURVA

Por más que la vida pene,
no se pierda el esperanza,
porque la desconfianza
sola la muerte la tiene.

                      Gil Vicente.

            Cierta sensación de confusión mental, en tanto nos adaptamos de nuevo al mundo real, suele producirse al terminar la jornada laboral de todos los días, cuando el atardecer nos despista con las luces, todavía opacas, de las farolas. Aquella tarde, a tal enajenamiento transitorio contribuyó más, si cabe, el sonido que del interior de la boca del metro salía hacia el exterior. Una música oriental, de reminiscencias chinas para ser más exactos, cubría todo aquel espacio, abundantemente transitado, en unas horas que anunciaban un declive temporal repetido cada veinticuatro horas. Una vez abajo, justo al final del pasillo que daba acceso al vestíbulo en donde se encuentran los tornos de control del paso de los pasajeros, un anciano de rasgos asiáticos extraía de un instrumento desconocido para mí unas notas monocordes, similares a las que ambientan los restaurantes chinos mientras se saborea un rollito de primavera o un plato de arroz tres delicias.
            Aquel hombre contaba con todos los elementos propios de un ser de lejanas latitudes, entrado ya en una edad provecta: ojos rasgados, piel curtida por la edad, barba lacia y blanca como sus cabellos, igualmente escasos, y la típica mirada perdida y de plácida resignación propia de los orientales. Mientras, tal vez, rememoraba recuerdos de su tierra milenaria, acariciaba con un arco semejante al usado con los violines las cuerdas de un instrumento que nunca había visto y del que salía aquella música tímida y diminuta, que lo invadía todo. Parecía una guitarra venida a menos, esquelética y huesuda, con un mástil largo y delgado y una caja de resonancia raquítica, encogida por el paso de los años.
            “¿Qué hará este hombre aquí, perdido en la nada de un mundo tan lejano del suyo?”, pensé mientras sacaba de mi cartera el billete que me haría entrar por enésima vez en las entrañas del laberinto de túneles que recorro diariamente desde mi más tierna edad. Cierta desazón me produjo tan profunda reflexión, fruto del cansancio, sin duda, la cual desapareció pronto, justo en el momento en que aquel agudo y monótono soniquete se perdió tras las puertas de la entrada y recordé el motivo del disfrute que me esperaba aquella tarde, tal y como venía ocurriendo desde que conseguí aprender a saborear los pequeños placeres que nos proporciona la vida, por muy extraños que estos parezcan. Esa tarde tenía visita al dentista.
            Existen goces que se convierten en vicios inconfesables, cuando el común de los mortales deciden definirlos así y tildan de degenerados o, al menos, raros a quienes los profesan. Quizá sea ese mi caso, pero más por lo incomprensible para los demás de determinados gustos que por lo que de proscrita o execrable tenga mi extraña afición, que paso a describir someramente.
            Todo comenzó con una mala noticia que, a la postre, se convertiría en el bendito motivo por el cual pude llegar a descubrir tan deleitosa y maravillosa sensación, tan indescriptible entusiasmo. Es este un placer, como digo, que, si bien invade todos mis sentidos y me transporta a la calma y a la tranquilidad más absolutas, lo alcanzo a través de los órganos bucales. Son estos los que con tanta predisposición recogen todas esas emociones que me hacen disfrutar tanto, a pesar de que hurgar en ellos por manos extrañas, con intención quirúrgica, no es lo más apetecible para la mayoría de los humanos.
            Tan buena fortuna me la proporcionó pocos meses antes un pequeño dolor, malsano e insistente, en la parte inferior de la boca, que me obligó a visitar al especialista en medicina maxilofacial que me había asistido en otras ocasiones por otras molestias achacables a un mal acomodo de las muelas del juicio o a otros asuntillos parecidos y sin mayor importancia. Esta vez el origen de mi padecimiento no era otro que el que me producía otra pieza dental, la más profunda en la sima de mi mandíbula y la más cercana a otras cavidades más íntimas y ocultas de mi cuerpo, como es el comienzo de la garganta.
            Tras el breve rosario de trastornos que suponen las radiografías, los análisis de muestras y demás pruebas, el diagnóstico ofrecido por el facultativo indicaba la necesidad de la extracción de aquella muela, por más que estuviera sana. El motivo de tan fatídico dictamen venía determinado por otra causa, que era la existencia de un quiste en la encía, lo cual hacía necesaria la extirpación del diente para, tras ello, proceder a la eliminación también de aquella protuberancia poco beneficiosa, seguramente.
            Los miedos se disiparon, amén de las buenas noticias tras los posteriores análisis que no detectaron alarma alguna, desde el mismo momento en que la especialista me tumbó en su sillón del deleite, mal llamado de operaciones. Y este último punto de mi narración me hace darme cuenta de que no había advertido hasta ahora, a quien me lee, que el dentista era una mujer. Una joven, simpática y delicada hembra.
            La ternura con que tanto ella como su auxiliar susurraban palabras de aliento y confianza me condujo a un estado de plenitud y calma pocas veces experimentado por mí. Fue luego el leve pinchazo de la anestesia el que me trasladó a esa nube de serenidad de la que uno nunca quisiera bajar. Pero lo que definitivamente disipó todos mis temores y elevó mi espíritu a un éxtasis nunca imaginado fue la grácil y hábil maestría con que aquella mujer, ducha en la materia y decidida al mismo tiempo, hizo  desprenderse la muela de la carne con la misma suavidad con que se produce el descorche de una botella de champán sin producir el más mínimo ruido. ¡Cuán hermosa blandura hasta ese instante nunca conocida! ¡Cuánto deleite provocado por unas manos expertas en el manejo de herramientas diseñadas para transformar el dolor en júbilo y regocijo!
            Vino, a continuación, el tiempo gozoso de la unión entre el médico y el paciente, cual amantes retozando entre las esponjosas sábanas del lecho amoroso. Aquella ninfa de la odontología me regaló toda clase de caricias, haciendo uso de todo el instrumental de precisión que tenía a su alcance para limpiar mi encía de cualquier resto de materia orgánica que pudiera dañar por más tiempo el hueso de mi maltrecha mandíbula; frotando sobre la herida las gasas y algodones para recoger cualquier vestigio de aquella pequeña batalla quirúrgica; y, finalmente, manejando con destreza la aguja y el hilo de sutura que habría de cerrar aquella brecha para evitar cualquier posibilidad de infección o daño posterior.
            Todo ello  condujo a la lógica consecuencia que suponía la conjunción espiritual que había unido dos almas complementarias, deseosas de entenderse. Quiero decir que, a partir de ese día tuvieron lugar visitas periódicas como aquella, para comprobar el buen estado de los lazos establecidos entre un desvalido sufridor, preso del ensimismamiento, que era yo, y la experta diosa venida del cielo, que era Sandra, la ya mencionada y alabada dentista, que me regalaba sus atenciones cada vez que allí acudía, con sus manos angelicales. A esa indudable unión y recíproca compenetración contribuía también Begoña, la enfermera, que con su irresistible sonrisa y sus exquisitos modales, como sacados de los ademanes practicados por las modelos en los desfiles de moda, convertía nuestro grupo en un trío de indisoluble complicidad, unido por algo semejante al sentimiento amoroso.
            Cada tarde, mientras Sandra inclinaba su cuerpo sobre mí para manejarse con la soltura que le permitiera revisar la cicatrización de la herida y, posteriormente, para llevar a cabo las tareas precisas para la reposición de una pieza injustamente sacrificada por razones ajenas a su condición de sano elemento dentario, notaba sobre mi pecho la cercanía de unos senos jóvenes y turgentes que se insinuaban tras el escote justo y sugerente del uniforme verde e impersonal, usado por la profesión médica en su trabajo. Tan ineludible situación, no sé si fruto de la casualidad o de la simple necesidad ofrecida por la postura que debía emplear para llegar a lo más hondo de mi boca, hizo posible que en alguna ocasión, simulando sutilmente un movimiento obligado por las circunstancias, llegara a rozar de manera casi imperceptible las curvas de su cuerpo que, por su perfección, enardecían de nuevo mis ansias de unión, no sé si carnal o simplemente mental, fruto de la fantasía, pero unión al fin y al cabo.
            Unos pensamientos relacionados con todos estos acontecimientos animaban, lógicamente, el viaje que por el mundo subterráneo de la ciudad acababa de iniciar. Intrigado todavía por la escena musical que momentos antes había presenciado, y ayudado por las posibilidades omnipresentes que hoy día ofrece internet, dediqué el primer tramo de mi periplo, hasta llegar a la estación donde habría de realizar el trasbordo con la otra línea del metropolitano, en desentrañar la incógnita sobre el instrumento musical que acababa de conocer unos minutos antes.
            Tecleé en el buscador del móvil la secuencia “instrumentos de cuerda chinos” y, al instante, surgieron en la minúscula pantalla del aparato una lista de enlaces y varias imágenes en las que aparecían diversos artefactos musicales, entre los cuales figuraba el que hacía pocos minutos había visto tañer al anciano oriental. Pulsé sobre dicha figura y pronto se disiparon todas mis dudas. Sansian era el nombre del referido artilugio sonoro. Escribí dicho vocablo, a su vez, en el buscador y la Wikipedia me dio la clave: “laúd chino de tres cuerdas, con un largo diapasón y un cuerpo fabricado tradicionalmente a partir de piel de serpiente estirada sobre una caja redondeada que se utiliza como resonador”.  Seguí leyendo: “su sonido tiene un tono seco, algo percusivo y volumen alto, similar al banjo”.
            Aclaré la duda que movía mi curiosidad en el mismo instante en que llegaba a la estación del traspaso de un tren a otro. Un amplio distribuidor, del que salían pasillos por todas partes y de cuyas paredes y columnas colgaban carteles de diferentes colores, anunciadores de las distintas líneas de metro que allí confluían, y que desde allí también se desparramaban hacia todos los confines de la ciudad, servía de tablero por el que se movían los viajeros, a modo de fichas andantes, en un flujo incesante.
            Mi atención se centró entonces en otra imagen sonora, cuyos acordes producían en mis oídos mejores sensaciones que las que pude experimentar antes con el instrumento asiático. El artista ejecutaba, en el momento de mi paso delante de él, el “canon en Re mayor, de Johann Pachelbel”, haciendo uso de un violín, al que le acompañaba la música enlatada que salía de un altavoz que tenía al lado. Una inusitada mezcla de tristeza y melancolía inundó mi pensamiento al tiempo que, contradictoriamente, experimentaba un mayor ánimo, que me obligaba a pisar con más fuerza y a acelerar mis pasos. Fue el justo momento en que vi bajar por la escalera mecánica que comunicaba la planta superior del intercambiador con la que yo estaba a una hermosa muchacha que mantenía su vista perdida hacia el frente.
            Pareciera que aquella cadenciosa melodía, interpretada con mayor o menor fortuna por aquel intérprete callejero, se convirtiera de pronto en la banda sonora de toda mi vida, una existencia en la que, de seguro, llevaba esperando durante tantos años, sin saberlo, la llegada de aquella mujer.
            Fue en el momento en que aposentó sus pies en tierra firme cuando me di cuenta de una cosa: era ciega. Fue entonces también cuando agradecí silenciosamente a las alturas la suerte que me proporcionaba tal hallazgo. Desde mi más temprana infancia había sentido cierta predilección por los invidentes, por esos seres desvalidos y fuertes al mismo tiempo, aislados o ajenos de todo lo que les rodea. Si alguna vez hubiera tenido que dar una respuesta en serio a la típica pregunta que se suele hacer a los niños sobre qué les gustaría ser de mayores, yo hubiera contestado que hubiera deseado ser ciego. Uno de esos ciegos majestuosos e impertérritos en sus gestos y ademanes, a los que todo el mundo cede el paso y a los que todos queremos ayudar ante un semáforo en verde. Y si en algún momento de mi vida se me hubiera puesto en la tesitura de elegir una causa por la que morir o sufrir padecimiento, yo hubiera respondido sin dudar que “para salvar a todos los ciegos del mundo”. ¡Qué mayor muestra de amor hacia la Humanidad que sacrificarse uno mismo para erradicar el impedimento físico que castiga sin poder contemplar los colores, la luz y los rasgos amables de un semblante que está destinado a ser visto y admirado!
            Tales razones, como se puede comprender, me hicieron pensar rápidamente en la posibilidad de cambiar los planes de aquella tarde y abandonar para siempre el deseo de compartir roces y momentos íntimos con Sandra, hasta ese momento mi deseada dentista. A dichos argumentos, habría que añadir uno definitivo, como era el de imaginar que aquella angelical criatura, aunque de gesto inexpresivo, habría de ser, con toda seguridad, una joven sensible y seductora, gracias a los demás rasgos físicos y sugerentes ademanes que la acompañaban.
            Enderecé mis pasos tras los suyos. Y la alegría me desbordó cuando vi que elegía el mismo pasillo que yo, con un movimiento aprendido y ritual y sin necesidad de unos ojos abiertos al mundo para recorrer ese itinerario. Una vez en el andén decidí convertirme en la sombra que habría de cuidarla, en el ángel salvador que la protegería siempre. Pronto pude imaginarme en otro mundo distinto al que, conscientemente, estaba dispuesto a renunciar y que solo estaba encaminado al disfrute de unos placeres puramente materiales, obtenidos a costa, incluso, de lo que para la inmensa mayoría de la sociedad civilizada supone una tortura.
            Las puertas del vagón se abrieron una vez que se detuvo después de hacer su entrada en la estación y aquella muchacha parecía aceptar la compañía invisible, pero percibida para una persona que tiene desarrollados los demás sentidos, que yo le ofrecía. Lo hacía con la muda aprobación de quien parece estar al margen de todo lo que le rodea, pero se siente observado. Sentado a su lado opté por trastear nuevamente el móvil, tal vez emulando la postura que adoptaba el noventa por ciento de los usuarios de aquel medio de transporte, en tanto se me ocurría una manera de entablar un contacto más directo con quien se había convertido para mí, desde hacía tan solo unos minutos, en una regalo de la naturaleza.
            Entonces la providencia se puso de mi parte otra vez. Estábamos llegando al término de mi trayecto sin encontrar solución alguna que me permitiera iniciar el contacto con ella cuando, segundos antes de llegar a la estación, vi que hacía ademán de levantarse del asiento. En ese momento también, la voz femenina, grabada para la ocasión y que repetía las mismas palabras cada vez que el convoy hacía su entrada allí, lanzó la siguiente advertencia: “Atención, estación en curva. Al salir tengan cuidado para no introducir el pie entre coche y andén”. Tan conocido mensaje,  –no por repetido en los casos en que determinadas estaciones lo requieren, menos oportuno en ese justo momento–, fue mi tabla de salvación. Me levanté yo también y me coloqué junto a mi protegida, a la que le dispensé un ofrecimiento que suponía que no podría rechazar.
            –¿Me permite que le ayude, para hacer caso a la voz que acaba de advertirnos acerca de los peligros de una estación tan imperfecta como desconocedora de la línea recta? –pregunté con ese estilo deliberadamente socarrón y un tanto cursi, propio de otros tiempos.
            –¿Quién se puede resistir a tanta caballerosidad, y más si proviene de una voz tan varonil y hermosa como la suya? –respondió ella con idéntico tono, cercano al sarcasmo.
            –Para preciosa ya está usted, permítame que le diga –concluí yo.
            Y sin más se agarró de mi brazo, convirtiendo tal acto en un gesto que pareciera repetido entre nosotros a lo largo de toda la vida.
            Una conversación insustancial entablamos mientras abandonábamos los recovecos subterráneos de aquel laberinto, tristemente convencido de que pronto acabaría el paseo y con ello llegaría el momento de la despedida, ya en el exterior. Pero de nuevo la fortuna se empeñó en hacerme su destinatario predilecto cuando aquella bella dama, de mirada perdida, me anunció que coincidíamos, al menos durante unos metros, en el mismo recorrido.
            –Pues aquí me quedo –dijo al rato, con una exactitud que me sorprendió, al llegar a uno de los portales que se encontraba en mitad de la calle por la que nos introdujimos, tras abandonar la avenida en donde en encontraba la boca del metro.
            –¡Qué casualidad! –exclamé exultante cuando pude ver que era el mismo edificio al que yo acudía–. Veo que el destino nos ha unido, porque a este sitio vengo yo también.
            Entonces, mientras ascendíamos al piso correspondiente, intercambiamos opiniones al respecto y pudimos comprobar que, en efecto, nuestros intereses confluían en la consulta de la misma odontóloga, cuyos servicios veníamos utilizando ambos por distintos motivos desde hacía algún tiempo. Salimos juntos del viejo ascensor que, a pesar de renquear, mostraba el tesón  denodado de siempre por elevarse hacia las alturas.
            Nos recibió la eterna y siempre sonriente Begoña, quien nos abrumó a los dos con los saludos y halagos de rigor. A ella le plantó dos besos sobre unas delicadas y suaves mejillas que sabían recibir el contacto ajeno sin contar con referencia alguna de por dónde venían. A mí, como siempre, me ofreció la mano. Luego nos indicó, como era usual también en la mayoría de las veces, la sala de espera.
            Otra vez la música volvía a acompañarme durante esa tarde, tal vez como recordatorio del estado de gracia en que me encontraba. Esta vez se trataba de composiciones modernas propias de estos lugares, mucho más alegres que las que había escuchado en mi reciente viaje hacia allí.
            El caso es que, a pesar de todas las vicisitudes y avatares sufridos hasta ese instante, el mundo quedaba perfectamente ensamblado al encajar las últimas piezas que quedaban sueltas. Al menos eso fue lo que pensé cuando vi a Sandra acudir eufórica a la sala de espera y la oí saludarnos con unas palabras que encerraban el sofoco y el alivio en un único golpe de voz.
            –¡Por fin os veo juntos! –exclamó al tiempo que nos repartía besos y abrazos a los dos recién llegados.
            Desde ese día ninguno de los tres falta a una cita periódica que alienta los deseos particulares de cada uno, unidos en un solo abrazo cuando se cierra la puerta de la consulta. Siempre custodiada por Begoña, la cómplice necesaria en nuestra dicha y felicidad.



FELIPE DÍAZ PARDO