ESTACIÓN EN CURVA
Por más que la vida pene,
no se pierda el esperanza,
porque la desconfianza
sola la muerte la tiene.
Gil Vicente.
Cierta sensación
de confusión mental, en tanto nos adaptamos de nuevo al mundo real, suele producirse
al terminar la jornada laboral de todos los días, cuando el atardecer nos
despista con las luces, todavía opacas, de las farolas. Aquella tarde, a tal
enajenamiento transitorio contribuyó más, si cabe, el sonido que del interior
de la boca del metro salía hacia el exterior. Una música oriental, de
reminiscencias chinas para ser más exactos, cubría todo aquel espacio,
abundantemente transitado, en unas horas que anunciaban un declive temporal
repetido cada veinticuatro horas. Una vez abajo, justo al final del pasillo que
daba acceso al vestíbulo en donde se encuentran los tornos de control del paso
de los pasajeros, un anciano de rasgos asiáticos extraía de un instrumento
desconocido para mí unas notas monocordes, similares a las que ambientan los
restaurantes chinos mientras se saborea un rollito de primavera o un plato de
arroz tres delicias.
Aquel
hombre contaba con todos los elementos propios de un ser de lejanas latitudes,
entrado ya en una edad provecta: ojos rasgados, piel curtida por la edad, barba
lacia y blanca como sus cabellos, igualmente escasos, y la típica mirada
perdida y de plácida resignación propia de los orientales. Mientras, tal vez,
rememoraba recuerdos de su tierra milenaria, acariciaba con un arco semejante
al usado con los violines las cuerdas de un instrumento que nunca había visto y
del que salía aquella música tímida y diminuta, que lo invadía todo. Parecía
una guitarra venida a menos, esquelética y huesuda, con un mástil largo y
delgado y una caja de resonancia raquítica, encogida por el paso de los años.
“¿Qué
hará este hombre aquí, perdido en la nada de un mundo tan lejano del suyo?”,
pensé mientras sacaba de mi cartera el billete que me haría entrar por enésima
vez en las entrañas del laberinto de túneles que recorro diariamente desde mi
más tierna edad. Cierta desazón me produjo tan profunda reflexión, fruto del
cansancio, sin duda, la cual desapareció pronto, justo en el momento en que
aquel agudo y monótono soniquete se perdió tras las puertas de la entrada y
recordé el motivo del disfrute que me esperaba aquella tarde, tal y como venía
ocurriendo desde que conseguí aprender a saborear los pequeños placeres que nos
proporciona la vida, por muy extraños que estos parezcan. Esa tarde tenía
visita al dentista.
Existen
goces que se convierten en vicios inconfesables, cuando el común de los
mortales deciden definirlos así y tildan de degenerados o, al menos, raros a quienes
los profesan. Quizá sea ese mi caso, pero más por lo incomprensible para los
demás de determinados gustos que por lo que de proscrita o execrable tenga mi
extraña afición, que paso a describir someramente.
Todo
comenzó con una mala noticia que, a la postre, se convertiría en el bendito
motivo por el cual pude llegar a descubrir tan deleitosa y maravillosa
sensación, tan indescriptible entusiasmo. Es este un placer, como digo, que, si
bien invade todos mis sentidos y me transporta a la calma y a la tranquilidad
más absolutas, lo alcanzo a través de los órganos bucales. Son estos los que
con tanta predisposición recogen todas esas emociones que me hacen disfrutar
tanto, a pesar de que hurgar en ellos por manos extrañas, con intención
quirúrgica, no es lo más apetecible para la mayoría de los humanos.
Tan
buena fortuna me la proporcionó pocos meses antes un pequeño dolor, malsano e
insistente, en la parte inferior de la boca, que me obligó a visitar al
especialista en medicina maxilofacial que me había asistido en otras ocasiones
por otras molestias achacables a un mal acomodo de las muelas del juicio o a
otros asuntillos parecidos y sin mayor importancia. Esta vez el origen de mi
padecimiento no era otro que el que me producía otra pieza dental, la más
profunda en la sima de mi mandíbula y la más cercana a otras cavidades más
íntimas y ocultas de mi cuerpo, como es el comienzo de la garganta.
Tras
el breve rosario de trastornos que suponen las radiografías, los análisis de
muestras y demás pruebas, el diagnóstico ofrecido por el facultativo indicaba
la necesidad de la extracción de aquella muela, por más que estuviera sana. El
motivo de tan fatídico dictamen venía determinado por otra causa, que era la
existencia de un quiste en la encía, lo cual hacía necesaria la extirpación del
diente para, tras ello, proceder a la eliminación también de aquella
protuberancia poco beneficiosa, seguramente.
Los
miedos se disiparon, amén de las buenas noticias tras los posteriores análisis
que no detectaron alarma alguna, desde el mismo momento en que la especialista
me tumbó en su sillón del deleite, mal llamado de operaciones. Y este último
punto de mi narración me hace darme cuenta de que no había advertido hasta ahora,
a quien me lee, que el dentista era una mujer. Una joven, simpática y delicada
hembra.
La
ternura con que tanto ella como su auxiliar susurraban palabras de aliento y
confianza me condujo a un estado de plenitud y calma pocas veces experimentado
por mí. Fue luego el leve pinchazo de la anestesia el que me trasladó a esa
nube de serenidad de la que uno nunca quisiera bajar. Pero lo que
definitivamente disipó todos mis temores y elevó mi espíritu a un éxtasis nunca
imaginado fue la grácil y hábil maestría con que aquella mujer, ducha en la
materia y decidida al mismo tiempo, hizo
desprenderse la muela de la carne con la misma suavidad con que se
produce el descorche de una botella de champán sin producir el más mínimo
ruido. ¡Cuán hermosa blandura hasta ese instante nunca conocida! ¡Cuánto
deleite provocado por unas manos expertas en el manejo de herramientas
diseñadas para transformar el dolor en júbilo y regocijo!
Vino,
a continuación, el tiempo gozoso de la unión entre el médico y el paciente,
cual amantes retozando entre las esponjosas sábanas del lecho amoroso. Aquella
ninfa de la odontología me regaló toda clase de caricias, haciendo uso de todo
el instrumental de precisión que tenía a su alcance para limpiar mi encía de
cualquier resto de materia orgánica que pudiera dañar por más tiempo el hueso
de mi maltrecha mandíbula; frotando sobre la herida las gasas y algodones para
recoger cualquier vestigio de aquella pequeña batalla quirúrgica; y,
finalmente, manejando con destreza la aguja y el hilo de sutura que habría de
cerrar aquella brecha para evitar cualquier posibilidad de infección o daño
posterior.
Todo
ello condujo a la lógica consecuencia
que suponía la conjunción espiritual que había unido dos almas complementarias,
deseosas de entenderse. Quiero decir que, a partir de ese día tuvieron lugar
visitas periódicas como aquella, para comprobar el buen estado de los lazos
establecidos entre un desvalido sufridor, preso del ensimismamiento, que era
yo, y la experta diosa venida del cielo, que era Sandra, la ya mencionada y
alabada dentista, que me regalaba sus atenciones cada vez que allí acudía, con
sus manos angelicales. A esa indudable unión y recíproca compenetración
contribuía también Begoña, la enfermera, que con su irresistible sonrisa y sus
exquisitos modales, como sacados de los ademanes practicados por las modelos en
los desfiles de moda, convertía nuestro grupo en un trío de indisoluble
complicidad, unido por algo semejante al sentimiento amoroso.
Cada
tarde, mientras Sandra inclinaba su cuerpo sobre mí para manejarse con la
soltura que le permitiera revisar la cicatrización de la herida y,
posteriormente, para llevar a cabo las tareas precisas para la reposición de
una pieza injustamente sacrificada por razones ajenas a su condición de sano
elemento dentario, notaba sobre mi pecho la cercanía de unos senos jóvenes y
turgentes que se insinuaban tras el escote justo y sugerente del uniforme verde
e impersonal, usado por la profesión médica en su trabajo. Tan ineludible
situación, no sé si fruto de la casualidad o de la simple necesidad ofrecida
por la postura que debía emplear para llegar a lo más hondo de mi boca, hizo
posible que en alguna ocasión, simulando sutilmente un movimiento obligado por
las circunstancias, llegara a rozar de manera casi imperceptible las curvas de
su cuerpo que, por su perfección, enardecían de nuevo mis ansias de unión, no
sé si carnal o simplemente mental, fruto de la fantasía, pero unión al fin y al
cabo.
Unos
pensamientos relacionados con todos estos acontecimientos animaban,
lógicamente, el viaje que por el mundo subterráneo de la ciudad acababa de
iniciar. Intrigado todavía por la escena musical que momentos antes había
presenciado, y ayudado por las posibilidades omnipresentes que hoy día ofrece
internet, dediqué el primer tramo de mi periplo, hasta llegar a la estación
donde habría de realizar el trasbordo con la otra línea del metropolitano, en
desentrañar la incógnita sobre el instrumento musical que acababa de conocer
unos minutos antes.
Tecleé
en el buscador del móvil la secuencia “instrumentos de cuerda chinos” y, al
instante, surgieron en la minúscula pantalla del aparato una lista de enlaces y
varias imágenes en las que aparecían diversos artefactos musicales, entre los
cuales figuraba el que hacía pocos minutos había visto tañer al anciano
oriental. Pulsé sobre dicha figura y pronto se disiparon todas mis dudas. Sansian era el nombre del referido
artilugio sonoro. Escribí dicho vocablo, a su vez, en el buscador y la
Wikipedia me dio la clave: “laúd chino de tres cuerdas, con un largo diapasón y
un cuerpo fabricado tradicionalmente a partir de piel de serpiente estirada
sobre una caja redondeada que se utiliza como resonador”. Seguí leyendo: “su sonido tiene un tono seco,
algo percusivo y volumen alto, similar al banjo”.
Aclaré
la duda que movía mi curiosidad en el mismo instante en que llegaba a la
estación del traspaso de un tren a otro. Un amplio distribuidor, del que salían
pasillos por todas partes y de cuyas paredes y columnas colgaban carteles de
diferentes colores, anunciadores de las distintas líneas de metro que allí
confluían, y que desde allí también se desparramaban hacia todos los confines
de la ciudad, servía de tablero por el que se movían los viajeros, a modo de
fichas andantes, en un flujo incesante.
Mi
atención se centró entonces en otra imagen sonora, cuyos acordes producían en
mis oídos mejores sensaciones que las que pude experimentar antes con el
instrumento asiático. El artista ejecutaba, en el momento de mi paso delante de
él, el “canon en Re mayor, de Johann Pachelbel”, haciendo uso de un violín, al
que le acompañaba la música enlatada que salía de un altavoz que tenía al lado.
Una inusitada mezcla de tristeza y melancolía inundó mi pensamiento al tiempo
que, contradictoriamente, experimentaba un mayor ánimo, que me obligaba a pisar
con más fuerza y a acelerar mis pasos. Fue el justo momento en que vi bajar por
la escalera mecánica que comunicaba la planta superior del intercambiador con
la que yo estaba a una hermosa muchacha que mantenía su vista perdida hacia el
frente.
Pareciera
que aquella cadenciosa melodía, interpretada con mayor o menor fortuna por
aquel intérprete callejero, se convirtiera de pronto en la banda sonora de toda
mi vida, una existencia en la que, de seguro, llevaba esperando durante tantos
años, sin saberlo, la llegada de aquella mujer.
Fue
en el momento en que aposentó sus pies en tierra firme cuando me di cuenta de
una cosa: era ciega. Fue entonces también cuando agradecí silenciosamente a las
alturas la suerte que me proporcionaba tal hallazgo. Desde mi más temprana
infancia había sentido cierta predilección por los invidentes, por esos seres
desvalidos y fuertes al mismo tiempo, aislados o ajenos de todo lo que les
rodea. Si alguna vez hubiera tenido que dar una respuesta en serio a la típica
pregunta que se suele hacer a los niños sobre qué les gustaría ser de mayores,
yo hubiera contestado que hubiera deseado ser ciego. Uno de esos ciegos
majestuosos e impertérritos en sus gestos y ademanes, a los que todo el mundo
cede el paso y a los que todos queremos ayudar ante un semáforo en verde. Y si
en algún momento de mi vida se me hubiera puesto en la tesitura de elegir una
causa por la que morir o sufrir padecimiento, yo hubiera respondido sin dudar
que “para salvar a todos los ciegos del mundo”. ¡Qué mayor muestra de amor
hacia la Humanidad que sacrificarse uno mismo para erradicar el impedimento
físico que castiga sin poder contemplar los colores, la luz y los rasgos
amables de un semblante que está destinado a ser visto y admirado!
Tales
razones, como se puede comprender, me hicieron pensar rápidamente en la
posibilidad de cambiar los planes de aquella tarde y abandonar para siempre el
deseo de compartir roces y momentos íntimos con Sandra, hasta ese momento mi deseada
dentista. A dichos argumentos, habría que añadir uno definitivo, como era el de
imaginar que aquella angelical criatura, aunque de gesto inexpresivo, habría de
ser, con toda seguridad, una joven sensible y seductora, gracias a los demás
rasgos físicos y sugerentes ademanes que la acompañaban.
Enderecé
mis pasos tras los suyos. Y la alegría me desbordó cuando vi que elegía el
mismo pasillo que yo, con un movimiento aprendido y ritual y sin necesidad de
unos ojos abiertos al mundo para recorrer ese itinerario. Una vez en el andén
decidí convertirme en la sombra que habría de cuidarla, en el ángel salvador
que la protegería siempre. Pronto pude imaginarme en otro mundo distinto al que,
conscientemente, estaba dispuesto a renunciar y que solo estaba encaminado al
disfrute de unos placeres puramente materiales, obtenidos a costa, incluso, de
lo que para la inmensa mayoría de la sociedad civilizada supone una tortura.
Las
puertas del vagón se abrieron una vez que se detuvo después de hacer su entrada
en la estación y aquella muchacha parecía aceptar la compañía invisible, pero
percibida para una persona que tiene desarrollados los demás sentidos, que yo
le ofrecía. Lo hacía con la muda aprobación de quien parece estar al margen de
todo lo que le rodea, pero se siente observado. Sentado a su lado opté por
trastear nuevamente el móvil, tal vez emulando la postura que adoptaba el
noventa por ciento de los usuarios de aquel medio de transporte, en tanto se me
ocurría una manera de entablar un contacto más directo con quien se había
convertido para mí, desde hacía tan solo unos minutos, en una regalo de la
naturaleza.
Entonces
la providencia se puso de mi parte otra vez. Estábamos llegando al término de
mi trayecto sin encontrar solución alguna que me permitiera iniciar el contacto
con ella cuando, segundos antes de llegar a la estación, vi que hacía ademán de
levantarse del asiento. En ese momento también, la voz femenina, grabada para
la ocasión y que repetía las mismas palabras cada vez que el convoy hacía su
entrada allí, lanzó la siguiente advertencia: “Atención, estación en curva. Al salir
tengan cuidado para no introducir el pie entre coche y andén”. Tan conocido
mensaje, –no por repetido en los casos
en que determinadas estaciones lo requieren, menos oportuno en ese justo
momento–, fue mi tabla de salvación. Me levanté yo también y me coloqué junto a
mi protegida, a la que le dispensé un ofrecimiento que suponía que no podría
rechazar.
–¿Me
permite que le ayude, para hacer caso a la voz que acaba de advertirnos acerca
de los peligros de una estación tan imperfecta como desconocedora de la línea
recta? –pregunté con ese estilo deliberadamente socarrón y un tanto cursi,
propio de otros tiempos.
–¿Quién
se puede resistir a tanta caballerosidad, y más si proviene de una voz tan
varonil y hermosa como la suya? –respondió ella con idéntico tono, cercano al
sarcasmo.
–Para
preciosa ya está usted, permítame que le diga –concluí yo.
Y
sin más se agarró de mi brazo, convirtiendo tal acto en un gesto que pareciera
repetido entre nosotros a lo largo de toda la vida.
Una
conversación insustancial entablamos mientras abandonábamos los recovecos
subterráneos de aquel laberinto, tristemente convencido de que pronto acabaría el
paseo y con ello llegaría el momento de la despedida, ya en el exterior. Pero
de nuevo la fortuna se empeñó en hacerme su destinatario predilecto cuando
aquella bella dama, de mirada perdida, me anunció que coincidíamos, al menos
durante unos metros, en el mismo recorrido.
–Pues
aquí me quedo –dijo al rato, con una exactitud que me sorprendió, al llegar a
uno de los portales que se encontraba en mitad de la calle por la que nos
introdujimos, tras abandonar la avenida en donde en encontraba la boca del
metro.
–¡Qué
casualidad! –exclamé exultante cuando pude ver que era el mismo edificio al que
yo acudía–. Veo que el destino nos ha unido, porque a este sitio vengo yo
también.
Entonces,
mientras ascendíamos al piso correspondiente, intercambiamos opiniones al
respecto y pudimos comprobar que, en efecto, nuestros intereses confluían en la
consulta de la misma odontóloga, cuyos servicios veníamos utilizando ambos por
distintos motivos desde hacía algún tiempo. Salimos juntos del viejo ascensor
que, a pesar de renquear, mostraba el tesón denodado de siempre por elevarse hacia las
alturas.
Nos
recibió la eterna y siempre sonriente Begoña, quien nos abrumó a los dos con
los saludos y halagos de rigor. A ella le plantó dos besos sobre unas delicadas
y suaves mejillas que sabían recibir el contacto ajeno sin contar con referencia
alguna de por dónde venían. A mí, como siempre, me ofreció la mano. Luego nos
indicó, como era usual también en la mayoría de las veces, la sala de espera.
Otra
vez la música volvía a acompañarme durante esa tarde, tal vez como recordatorio
del estado de gracia en que me encontraba. Esta vez se trataba de composiciones
modernas propias de estos lugares, mucho más alegres que las que había
escuchado en mi reciente viaje hacia allí.
El
caso es que, a pesar de todas las vicisitudes y avatares sufridos hasta ese
instante, el mundo quedaba perfectamente ensamblado al encajar las últimas
piezas que quedaban sueltas. Al menos eso fue lo que pensé cuando vi a Sandra
acudir eufórica a la sala de espera y la oí saludarnos con unas palabras que
encerraban el sofoco y el alivio en un único golpe de voz.
–¡Por
fin os veo juntos! –exclamó al tiempo que nos repartía besos y abrazos a los
dos recién llegados.
Desde
ese día ninguno de los tres falta a una cita periódica que alienta los deseos
particulares de cada uno, unidos en un solo abrazo cuando se cierra la puerta
de la consulta. Siempre custodiada por Begoña, la cómplice necesaria en nuestra
dicha y felicidad.
FELIPE DÍAZ PARDO