La casualidad ha querido que las fechas en que aparece mi nueva novela, Vuelo sin retorno, coincidan con el momento político actual, en plena vorágine de supuestos pactos y desencuentros políticos.
No en vano su trama fantasea con una posible situación política en donde lo
absurdo y lo fantástico se entremezclan.
Se ha formado en España un
nuevo Gobierno, que está coaligado con los representantes parlamentarios de un
partido surgido de la “nada” debido a la crisis. Roberto Bracamonte, alto
funcionario del Estado, se embarca en un viaje surrealista cuando se le
comunica que debe cumplir con su obligación de servir al Estado, como todo
ciudadano, en el plan de ahorro para la crisis (PAC), consistente en realizar
determinados servicios gratuitamente, en este caso pilotar el avión en el que
viajará.
Sorprendente historia en
la que encontramos al ser humano sometido a una voluntad y a una situación que
le sobrepasa, sin saberlo.
Durante las
últimas semanas no necesitaba, cada noche, poner en marcha el sinfín de
estrategias que había ideado para levantarse a la hora exacta del día siguiente,
disciplina que se imponía como obligación ineludible, y nunca escamoteada,
desde hacía años. Durante las últimas semanas abría los ojos, al menos, un
cuarto de hora antes de la hora prevista. Se dedicaba entonces a desconectar
los distintos artilugios que había programado para evitar la desgracia de
quedarse dormido. Y más aún en esa ocasión en que, como en otras muchas, habría
de salir corriendo hacia el aeropuerto, sin posibilidad alguna de retraso, pues
necesitaba su tiempo para llevar a cabo todas las operaciones que conlleva una
ausencia de casa durante tantos días. Deslizó el interruptor del despertador
digital a la posición off, pulsó el
botón del despertador analógico, desconectó la alarma del móvil y se levantó
con la tranquilidad que le proporcionaban los quince minutos robados al sueño.
A tal suerte, la
de disfrutar de aquel regalo temporal con el que aminorar la angustia y la ansiedad
por el viaje, contribuía, esta vez para bien, la luz amplia y directa de las
farolas de la avenida, todavía incompleta y desdentada con el hueco de los
solares aún por edificar. Tanta parcela todavía por construir facilitaba el
paso de los rayos eléctricos a través de la ventana de su dormitorio, cuya
persiana siempre dejaba a medio bajar para mitigar la soledad en la medida de
lo posible. Por otra parte, la falta de costumbre, a pesar del tiempo transcurrido,
de encontrarse con la inmensa llanura de un colchón de metro cincuenta para él
solo, sin tropezarse con nadie ni rozar otro cuerpo caliente que no fuera el
suyo, ratificaba la idea de considerar inútil remolonear en aquel desierto
vacío de sentimientos, deseos carnales o cualquier otra señal de vida digna de
tener en cuenta.
Abrió una de las
puertas del balcón para reconocer el frío de la madrugada que estaba terminando
y ventilar el dormitorio mientras preparaba el desayuno con toda la celeridad a
que la ocasión obligaba. Ese día no podía perder un minuto en la rutina que se
había organizado para convertirse en un hombre normal, con una vida normal, con
unas costumbres reconstruidas de nuevo. Habitualmente se acercaba a la cocina y
lo primero que hacía era llenar la cafetera con el agua necesaria para el
primer café del día. Por fin se había hecho con una taza personal e
intransferible para ese ritual en una tienda de chinos cercana a casa. Le había
costado un tiempo encontrar un recipiente que se amoldara a unos gustos que
provenían de tiempo atrás, cuando la costumbre se había convertido ya en una
manía. Cada mañana la llenaba de la cantidad de agua necesaria, para evitar
derroches, que luego volteaba en la parte inferior de la cafetera. Dos
cucharadas de café era también la dosis justa para elaborar un líquido
aromático que luego combinaría, en otro alarde de equilibrio, con un poco de
leche, la imprescindible para neutralizar el sabor amargo del líquido negro y
mitigar también, en lo posible, la amargura en que estaba sumido últimamente
también su espíritu. Mientras la cafetera se calentaba, sacaba de una bolsa de
plástico colgada tras la puerta en una percha adhesiva colocada al efecto una
porción de pan de molde que introducía en la tostadora, a la espera de oír los
primeros gorgoteos que anunciaban el feliz resultado en la mezcla por conseguir
el líquido negro tras la operación anterior. Era el momento preciso para
presionar el botón del artefacto que estaba obligado a dorar convenientemente
aquel pequeño cuadrado de pan, esponjoso y de blanca apariencia. Justo en el
instante en que dicho cuadrilátero harinoso salía despedido por la ranura del
aparato, gracias a un impulso espasmódico provocado por unos muelles invisibles,
era también el punto preciso en que se podía dar por terminado el proceso
iniciado por la cafetera, antes descrito. Desconectaba la corriente eléctrica
de la vitrocerámica y aprovechaba el calor que la placa desprendía aún para
colocar sobre ella el cazo con una escasa cantidad de la sustancia láctea y así
aliviarla del frío a la que estaba sometida por culpa de su almacenamiento en
el frigorífico. Aprovechaba esos segundos para untar la tostada con pequeñas
cantidades de mantequilla que extendería por toda la superficie con minucioso
ahínco y destreza. Una vez que la leche estaba lista para ser mezclada con el
otro líquido elemento, de contrario color, y todos los otros alimentos ya
dispuestos en perfecta manufactura y listos, lo colocaba todo en la bandeja que
llevaría al salón para aprovechar ese breve espacio de tiempo, que aún le
permitía tanto trajín, en conocer las primeras noticias del día, gracias al
avance televisivo que comenzaba a las seis de la mañana.
Ese día, la
parada ante la pantalla de treinta y dos pulgadas y alta definición habría de
ser más corta. Primero atendió rápidamente a los resultados de los partidos de
fútbol del día anterior en que, como cada domingo, era obligada una jornada
jalonada de encuentros heroicos de los dioses del balompié a todas horas, tal y
como establecía el mandato de los derechos televisivos. Después se vio obligado
a escuchar la retahíla de propuestas irreales de un partido que había surgido
de la nada y que al hilo del descontento generalizado existente durante los
últimos tiempos se había hecho con unos cuantos escaños en las últimas
elecciones, celebradas recientemente. Esa circunstancia permitía a la nueva
sigla mantener en jaque al partido mayoritariamente votado que se había visto
obligado a pactar con el recién nacido movimiento, en el que se mezclaban
jóvenes más o menos lúcidos y concienciados con mercachifles y perroflautas, si quería formar un
ejecutivo medianamente consistente y mínimamente estable. El presentador del
telediario desgranaba, una a una, algunas de las medidas que proponían desde
ese nuevo gobierno, dispuesto a regenerar una sociedad lastrada por la
corrupción y la ignorancia de una clase política que ya no era tal, sino unos
simples asalariados de la empresa en el poder o en la oposición, igual daba.
Tras terminar el
desayuno, con más premura que otros días, obligado por las circunstancias, se
lanzó a la cocina sujetando la bandeja con el nerviosismo que siempre le
infundían los viajes. A pesar del control demostrado en esas situaciones, nunca
se deshacía del miedo a oír el timbre del portero automático anunciando la llegada
del taxista cuando él aún no estuviera preparado. Así que limpió con decisión y
rapidez cualquier resto de la escasa vianda que acababa de ingerir y se
encaminó hacia el baño con la determinación de quien ha superado ya otro
obstáculo y va cumpliendo objetivos hasta llegar con éxito a la meta.
Ayudado por las
anotaciones apuntadas en un pósit, con el fin de dar cuenta de cada una de las
acciones necesarias en el angustioso proceso que suponen los preparativos de
los duros y tortuosos periplos por trabajo, comenzó con sus comprobaciones.
Aquel papel amarillento y pegajoso en un lado de su reverso comenzaba con una
orden sencilla: revisar bolsa de aseo. Tal indicación fue añadida por él desde
su última salida, toda vez que hubo de cargar con la incertidumbre desde el
mismo instante en que facturó la maleta, momento en que le asaltaron las dudas.
Fue entonces cuando empezaron sus preguntas: ¿había guardado las tijeras?, ¿había
olvidado el cortaúñas? ¿Se había acordado del set de costura, necesario para
disimular algún descosido o afianzar el botón de alguna camisa o del de alguna
americana imprescindible ante la lógica escasez de vestimenta a la que obliga
un minúsculo equipaje? ¿Seguro que llevaba la plancha portátil, por el mismo o
parecido motivo que el expresado en la anterior pregunta? Aquella vez solventó
alguno de estos agónicos temores adquiriendo a toda prisa unas minúsculas
tijeras y una pequeño estuche con hilos, agujas y botones de diferentes tamaños
y colores, a precio de oro, tal es la costumbre de los aeropuertos, en el
establecimiento existente pasado el control y que se dedica a vender toda clase
de artículos que el viajero suele olvidar en el último momento. Aquel estipendio,
que en un principio le dio la tranquilidad durante las horas de vuelo, y que no
podía justificar en los gastos, se convirtió después, tras comprobar a la
llegada al hotel que ninguno de aquellos objetos faltaban en su maleta, en la
muestra palpable y clara de que las antiguas obsesiones seguían sin
abandonarle.
Segunda
comprobación: desconexión de la caldera, de la plancha, de los enchufes del
televisor, de las lámparas, de la lavadora y demás electrodomésticos con los
que se convive pacíficamente y en armonía a diario y que pasan desapercibidos a
lo largo de nuestra existencia, a pesar de su inestimable ayuda. Se daba el
caso, muy a menudo, de verse asaltado por la duda de algún olvido en el campo
apocalíptico de la electricidad y de sentir una angustiosa inquietud durante su
ausencia de casa y durante todo el tiempo que durara, según los casos, una
sesión en el cine, un paseo por el centro de la ciudad e, incluso, un periodo
vacacional entero, atemorizado ante la posibilidad de encontrarse a la vuelta
con las ruinas humeantes de un incendio arrasador.
La tercera y
última verificación tenía que ver con el cierre de la llave de paso de las
cañerías, siempre amenazantes con inundar la casa, o con el sellado de puertas
y ventanas, o con la bajada de las persianas o con cualquier otra estrategia de
seguridad que garantizara, durante su ausencia, la integridad de un hogar que a
pesar de faltarle el calor de la convivencia era su morada habitual, su único
retiro, al fin y al cabo.
Seguro de haber
cumplimentado todas las operaciones necesarias para la partida, procedió a su
aseo personal, a vestirse y a dar por completado el contenido de la maleta
antes de cerrarla. Llegado este momento y cuando aún no había finalizado de
manera definitiva con todos los preparativos, sonó el telefonillo del portero
automático. El inesperado pitido rompió la calma y la meticulosa planificación
de aquel proceso que, tras la costumbre, había conseguido establecer con cierta
perfección. Se apresuró hacia la puerta principal y tomó el auricular que
estaba colgado en un lado de la pared. Era el taxista, quien se había
adelantado casi treinta minutos sobre la hora acordada con la simpática
señorita con la que había hablado la tarde anterior.
Imbuido del
sentido de culpa y la timidez que, a veces, le solían acompañar, no discutió
aquel inexplicable adelanto de la cita con el conductor. Apenas balbució unas
palabras ante el atrevimiento y la débil excusa de la voz metálica que venía de
la calle, rozando la burla, y que le dijo “así llegamos antes y no se preocupe
que yo espero aquí abajo, calentito en el coche”.
De pronto, el
orden y la disciplina desaparecieron de su vida. Abrió el armario, escogió la
ropa interior sin darse cuenta de que los calcetines azul marino no conjuntaban
con los zapatos negros ni con el pantalón marrón oscuro que tenía preparado en
la cama. Y que la camisa no contaba con botones en el cuello, detalle que para
él era imprescindible cuando no usaba corbata. Tomó la primera chaqueta que
alcanzó en la percha del vestíbulo, sin reparar tampoco en que tal vez fuera
demasiado gruesa para el clima cálido, propio del destino al que se dirigía.
Cuando alcanzó
el portal vio que el taxista había incumplido su palabra de mantenerse dentro
del vehículo. Estaba hablando por el móvil, apoyado sobre el techo del vehículo
y se le veía gesticular nervioso.
–¿Don
Roberto Bracamonte? –preguntó en cuanto le vio llegar, cortando al instante la
comunicación con quien estuviera hablando.
–Sí –contestó un
tanto cohibido por la culpa en el retraso y sin atreverse a realizar comentario
alguno sobre la tempranera e intempestiva llegada.
–Pues
vámonos, que contra antes salgamos antes llegamos.
Aquella máxima
filosófica tomaba más fuerza con la expresión del vulgarismo gramatical, pensó
Roberto, acostumbrado a la pulcritud lingüística, propia de las personas de su
rango y condición. No obstante, no entendía a alcanzar el motivo de tantas
prisas. Un lunes, al amanecer, el camino al aeropuerto solo dejaba ver en el
horizonte la claridad rojiza que despunta tras los edificios que con su
contorno quebraban un cielo libre de nubes, tan limpio como la semana que
comenzaba.