domingo, 24 de enero de 2016

Resumen de la primera parte de mi novela "Vuelo sin retorno" (Entrelíneas, 2016, 254 págs.)

Para animar a la lectura de mi última novela, a continuación resumo brevemente su primera parte. La situación que se plantea desde el principio, de todo punto absurda y kafkiana, elucubra con una situación política que bien puede producirse en los tiempos en que vivimos. Más adelante, todo se desarrollará de tal manera de que la vida de los protagonistas se entrecruza hasta dar con un final inesperado. Espero haberlo conseguido.
Resumen:
Roberto Bracamonte, Director General del Ministerio de Asuntos Exteriores, encargado de controlar los efectivos de las embajadas y legaciones diplomáticas repartidas por el mundo, una vez que llega al aeropuerto y tras ser trasladado por un taxista que, misteriosamente, se presenta en su casa antes de la hora prevista, es conducido por unos operarios taciturnos y parcos en palabras, hasta unas dependencias en donde Justo Uriel, Director General de Asuntos Ciudadanos, del Ministerio de la Presidencia, le informa de que ha sido seleccionado para pilotar el vuelo que habría de tomar para dirigirse a Buenos Aires, con el fin de participar en un programa estatal de ahorro, ideado por el nuevo gobierno, en el que participan miembros de un nuevo partido político. A continuación, se le facilita un manual de conducción de aeronaves; se le introduce en una sala con simuladores de vuelo para que, durante un breve espacio de tiempo, pueda conocer de manera rápida la instrumentación de una cabina de vuelo; se le proporciona un uniforme y una maleta con útiles personales para la travesía y se le presenta a la tripulación que le acompañará, cuyos integrantes, curiosamente, son personas del entorno reciente del protagonista. Una vez realizadas las citadas gestiones, toda la tripulación, siempre acompañada del citado Director General de Asuntos Ciudadanos, es conducida a la puerta de embarque, donde los viajeros hacen gala de su mala educación y, entre los que se encuentra en un lugar apartado, Berta, la exmujer de Roberto, quien también va a realizar el viaje para encontrarse en la ciudad porteña con un hombre del que aún no sabe su identidad y al que ha conocido por internet. Roberto se ve obligado a poner orden en el caos organizado por el pasaje antes de embarcar, lo que le hace sentir, a pesar del desagrado de la misión encomendada, cierto sentimiento de satisfacción, que se irá alimentando a lo largo del viaje, siempre bajo la tutela del referido Director General de Asuntos Ciudadanos, que es quien realmente coordina y dirige la operación.

lunes, 18 de enero de 2016

Primer capítulo de mi novela: "Vuelo sin retorno" (Entrelíneas, 2016, 254 págs.)

     La casualidad ha querido que las fechas en que aparece mi nueva novela, Vuelo sin retorno, coincidan con el momento político actual, en plena vorágine de supuestos pactos y desencuentros políticos. No en vano su trama fantasea con una posible situación política en donde lo absurdo y lo fantástico se entremezclan. 

  Se ha formado en España un nuevo Gobierno, que está coaligado con los representantes parlamentarios de un partido surgido de la “nada” debido a la crisis. Roberto Bracamonte, alto funcionario del Estado, se embarca en un viaje surrealista cuando se le comunica que debe cumplir con su obligación de servir al Estado, como todo ciudadano, en el plan de ahorro para la crisis (PAC), consistente en realizar determinados servicios gratuitamente, en este caso pilotar el avión en el que viajará.
    Sorprendente historia en la que encontramos al ser humano sometido a una voluntad y a una situación que le sobrepasa, sin saberlo.
     Aquí dejo, como adelanto para el lector interesado, el primer capítulo de dicha novela y que puede conseguir en librerías o a través de la pagina de la editorial:  http://eraseunavez.org/epages/ec2503.sf/es_ES/?bjectPath=/Shops/ec2503/Products/066


1. Adelanto imprevisto

Durante las últimas semanas no necesitaba, cada noche, poner en marcha el sinfín de estrategias que había ideado para levantarse a la hora exacta del día siguiente, disciplina que se imponía como obligación ineludible, y nunca escamoteada, desde hacía años. Durante las últimas semanas abría los ojos, al menos, un cuarto de hora antes de la hora prevista. Se dedicaba entonces a desconectar los distintos artilugios que había programado para evitar la desgracia de quedarse dormido. Y más aún en esa ocasión en que, como en otras muchas, habría de salir corriendo hacia el aeropuerto, sin posibilidad alguna de retraso, pues necesitaba su tiempo para llevar a cabo todas las operaciones que conlleva una ausencia de casa durante tantos días. Deslizó el interruptor del despertador digital a la posición off, pulsó el botón del despertador analógico, desconectó la alarma del móvil y se levantó con la tranquilidad que le proporcionaban los quince minutos robados al sueño.
A tal suerte, la de disfrutar de aquel regalo temporal con el que aminorar la angustia y la ansiedad por el viaje, contribuía, esta vez para bien, la luz amplia y directa de las farolas de la avenida, todavía incompleta y desdentada con el hueco de los solares aún por edificar. Tanta parcela todavía por construir facilitaba el paso de los rayos eléctricos a través de la ventana de su dormitorio, cuya persiana siempre dejaba a medio bajar para mitigar la soledad en la medida de lo posible. Por otra parte, la falta de costumbre, a pesar del tiempo transcurrido, de encontrarse con la inmensa llanura de un colchón de metro cincuenta para él solo, sin tropezarse con nadie ni rozar otro cuerpo caliente que no fuera el suyo, ratificaba la idea de considerar inútil remolonear en aquel desierto vacío de sentimientos, deseos carnales o cualquier otra señal de vida digna de tener en cuenta.
Abrió una de las puertas del balcón para reconocer el frío de la madrugada que estaba terminando y ventilar el dormitorio mientras preparaba el desayuno con toda la celeridad a que la ocasión obligaba. Ese día no podía perder un minuto en la rutina que se había organizado para convertirse en un hombre normal, con una vida normal, con unas costumbres reconstruidas de nuevo. Habitualmente se acercaba a la cocina y lo primero que hacía era llenar la cafetera con el agua necesaria para el primer café del día. Por fin se había hecho con una taza personal e intransferible para ese ritual en una tienda de chinos cercana a casa. Le había costado un tiempo encontrar un recipiente que se amoldara a unos gustos que provenían de tiempo atrás, cuando la costumbre se había convertido ya en una manía. Cada mañana la llenaba de la cantidad de agua necesaria, para evitar derroches, que luego volteaba en la parte inferior de la cafetera. Dos cucharadas de café era también la dosis justa para elaborar un líquido aromático que luego combinaría, en otro alarde de equilibrio, con un poco de leche, la imprescindible para neutralizar el sabor amargo del líquido negro y mitigar también, en lo posible, la amargura en que estaba sumido últimamente también su espíritu. Mientras la cafetera se calentaba, sacaba de una bolsa de plástico colgada tras la puerta en una percha adhesiva colocada al efecto una porción de pan de molde que introducía en la tostadora, a la espera de oír los primeros gorgoteos que anunciaban el feliz resultado en la mezcla por conseguir el líquido negro tras la operación anterior. Era el momento preciso para presionar el botón del artefacto que estaba obligado a dorar convenientemente aquel pequeño cuadrado de pan, esponjoso y de blanca apariencia. Justo en el instante en que dicho cuadrilátero harinoso salía despedido por la ranura del aparato, gracias a un impulso espasmódico provocado por unos muelles invisibles, era también el punto preciso en que se podía dar por terminado el proceso iniciado por la cafetera, antes descrito. Desconectaba la corriente eléctrica de la vitrocerámica y aprovechaba el calor que la placa desprendía aún para colocar sobre ella el cazo con una escasa cantidad de la sustancia láctea y así aliviarla del frío a la que estaba sometida por culpa de su almacenamiento en el frigorífico. Aprovechaba esos segundos para untar la tostada con pequeñas cantidades de mantequilla que extendería por toda la superficie con minucioso ahínco y destreza. Una vez que la leche estaba lista para ser mezclada con el otro líquido elemento, de contrario color, y todos los otros alimentos ya dispuestos en perfecta manufactura y listos, lo colocaba todo en la bandeja que llevaría al salón para aprovechar ese breve espacio de tiempo, que aún le permitía tanto trajín, en conocer las primeras noticias del día, gracias al avance televisivo que comenzaba a las seis de la mañana.
Ese día, la parada ante la pantalla de treinta y dos pulgadas y alta definición habría de ser más corta. Primero atendió rápidamente a los resultados de los partidos de fútbol del día anterior en que, como cada domingo, era obligada una jornada jalonada de encuentros heroicos de los dioses del balompié a todas horas, tal y como establecía el mandato de los derechos televisivos. Después se vio obligado a escuchar la retahíla de propuestas irreales de un partido que había surgido de la nada y que al hilo del descontento generalizado existente durante los últimos tiempos se había hecho con unos cuantos escaños en las últimas elecciones, celebradas recientemente. Esa circunstancia permitía a la nueva sigla mantener en jaque al partido mayoritariamente votado que se había visto obligado a pactar con el recién nacido movimiento, en el que se mezclaban jóvenes más o menos lúcidos y concienciados con mercachifles y perroflautas, si quería formar un ejecutivo medianamente consistente y mínimamente estable. El presentador del telediario desgranaba, una a una, algunas de las medidas que proponían desde ese nuevo gobierno, dispuesto a regenerar una sociedad lastrada por la corrupción y la ignorancia de una clase política que ya no era tal, sino unos simples asalariados de la empresa en el poder o en la oposición, igual daba.
Tras terminar el desayuno, con más premura que otros días, obligado por las circunstancias, se lanzó a la cocina sujetando la bandeja con el nerviosismo que siempre le infundían los viajes. A pesar del control demostrado en esas situaciones, nunca se deshacía del miedo a oír el timbre del portero automático anunciando la llegada del taxista cuando él aún no estuviera preparado. Así que limpió con decisión y rapidez cualquier resto de la escasa vianda que acababa de ingerir y se encaminó hacia el baño con la determinación de quien ha superado ya otro obstáculo y va cumpliendo objetivos hasta llegar con éxito a la meta.
Ayudado por las anotaciones apuntadas en un pósit, con el fin de dar cuenta de cada una de las acciones necesarias en el angustioso proceso que suponen los preparativos de los duros y tortuosos periplos por trabajo, comenzó con sus comprobaciones. Aquel papel amarillento y pegajoso en un lado de su reverso comenzaba con una orden sencilla: revisar bolsa de aseo. Tal indicación fue añadida por él desde su última salida, toda vez que hubo de cargar con la incertidumbre desde el mismo instante en que facturó la maleta, momento en que le asaltaron las dudas. Fue entonces cuando empezaron sus preguntas: ¿había guardado las tijeras?, ¿había olvidado el cortaúñas? ¿Se había acordado del set de costura, necesario para disimular algún descosido o afianzar el botón de alguna camisa o del de alguna americana imprescindible ante la lógica escasez de vestimenta a la que obliga un minúsculo equipaje? ¿Seguro que llevaba la plancha portátil, por el mismo o parecido motivo que el expresado en la anterior pregunta? Aquella vez solventó alguno de estos agónicos temores adquiriendo a toda prisa unas minúsculas tijeras y una pequeño estuche con hilos, agujas y botones de diferentes tamaños y colores, a precio de oro, tal es la costumbre de los aeropuertos, en el establecimiento existente pasado el control y que se dedica a vender toda clase de artículos que el viajero suele olvidar en el último momento. Aquel estipendio, que en un principio le dio la tranquilidad durante las horas de vuelo, y que no podía justificar en los gastos, se convirtió después, tras comprobar a la llegada al hotel que ninguno de aquellos objetos faltaban en su maleta, en la muestra palpable y clara de que las antiguas obsesiones seguían sin abandonarle.
Segunda comprobación: desconexión de la caldera, de la plancha, de los enchufes del televisor, de las lámparas, de la lavadora y demás electrodomésticos con los que se convive pacíficamente y en armonía a diario y que pasan desapercibidos a lo largo de nuestra existencia, a pesar de su inestimable ayuda. Se daba el caso, muy a menudo, de verse asaltado por la duda de algún olvido en el campo apocalíptico de la electricidad y de sentir una angustiosa inquietud durante su ausencia de casa y durante todo el tiempo que durara, según los casos, una sesión en el cine, un paseo por el centro de la ciudad e, incluso, un periodo vacacional entero, atemorizado ante la posibilidad de encontrarse a la vuelta con las ruinas humeantes de un incendio arrasador.
La tercera y última verificación tenía que ver con el cierre de la llave de paso de las cañerías, siempre amenazantes con inundar la casa, o con el sellado de puertas y ventanas, o con la bajada de las persianas o con cualquier otra estrategia de seguridad que garantizara, durante su ausencia, la integridad de un hogar que a pesar de faltarle el calor de la convivencia era su morada habitual, su único retiro, al fin y al cabo.
Seguro de haber cumplimentado todas las operaciones necesarias para la partida, procedió a su aseo personal, a vestirse y a dar por completado el contenido de la maleta antes de cerrarla. Llegado este momento y cuando aún no había finalizado de manera definitiva con todos los preparativos, sonó el telefonillo del portero automático. El inesperado pitido rompió la calma y la meticulosa planificación de aquel proceso que, tras la costumbre, había conseguido establecer con cierta perfección. Se apresuró hacia la puerta principal y tomó el auricular que estaba colgado en un lado de la pared. Era el taxista, quien se había adelantado casi treinta minutos sobre la hora acordada con la simpática señorita con la que había hablado la tarde anterior.
Imbuido del sentido de culpa y la timidez que, a veces, le solían acompañar, no discutió aquel inexplicable adelanto de la cita con el conductor. Apenas balbució unas palabras ante el atrevimiento y la débil excusa de la voz metálica que venía de la calle, rozando la burla, y que le dijo “así llegamos antes y no se preocupe que yo espero aquí abajo, calentito en el coche”.
De pronto, el orden y la disciplina desaparecieron de su vida. Abrió el armario, escogió la ropa interior sin darse cuenta de que los calcetines azul marino no conjuntaban con los zapatos negros ni con el pantalón marrón oscuro que tenía preparado en la cama. Y que la camisa no contaba con botones en el cuello, detalle que para él era imprescindible cuando no usaba corbata. Tomó la primera chaqueta que alcanzó en la percha del vestíbulo, sin reparar tampoco en que tal vez fuera demasiado gruesa para el clima cálido, propio del destino al que se dirigía.
Cuando alcanzó el portal vio que el taxista había incumplido su palabra de mantenerse dentro del vehículo. Estaba hablando por el móvil, apoyado sobre el techo del vehículo y se le veía gesticular nervioso.
¿Don Roberto Bracamonte? –preguntó en cuanto le vio llegar, cortando al instante la comunicación con quien estuviera hablando.
–Sí –contestó un tanto cohibido por la culpa en el retraso y sin atreverse a realizar comentario alguno sobre la tempranera e intempestiva llegada.
Pues vámonos, que contra antes salgamos antes llegamos.
Aquella máxima filosófica tomaba más fuerza con la expresión del vulgarismo gramatical, pensó Roberto, acostumbrado a la pulcritud lingüística, propia de las personas de su rango y condición. No obstante, no entendía a alcanzar el motivo de tantas prisas. Un lunes, al amanecer, el camino al aeropuerto solo dejaba ver en el horizonte la claridad rojiza que despunta tras los edificios que con su contorno quebraban un cielo libre de nubes, tan limpio como la semana que comenzaba.