sábado, 10 de diciembre de 2016

Reseña de "La literatura española en 100 preguntas"



Aquí está la reseña publicada en el número 6 de la revista Letra 15, de la Asociación de Profesores de Español Francisco de Quevedo, sobre mi libro La literatura española en 100 preguntas, publicado por la editorial Nowtilus, elaborada por José Vicente Heredia Menchero. Aprovecho para adelantar que la presentación de dicho volumen tendrá lugar, en principio, el día 6 de febrero del próximo 2017, en La Casa del Libro, de la calle Fuencarral, 119, de Madrid:


http://www.letra15.es/L15-06/L15-06-71-Resenas-y-criticas.html#i2

viernes, 9 de septiembre de 2016

Cubierta de "La literatura española en 100 preguntas"

En la Feria Liber 16, que se celebrará en Barcelona del día 12 al 14 de octubre se presentará mi libro "La literatura española en 100 preguntas". Supone el inicio de una nueva colección. Para empezar,  a falta del resto, la cubierta da muchas pistas sobre la calidad de dicha colección, como podéis comprobar:

martes, 30 de agosto de 2016

Reseña de "El cielo en tus manos"

Aquí dejo el enlace de la reseña del libro "El cielo en tus manos", volumen II, publicado en marzo pasado por editorial Atlantis, en el que aparece un cuento mío:

DELETREADEERITREA-PRINCESA.BLOGSPOT.COM|DE PRINCESA

miércoles, 29 de junio de 2016

"Cien preguntas esenciales..." nueva colección de la editorial Nowtilus.

La editorial Nowtilus estrenará en el próximo mes de octubre la colección "Cien preguntas esenciales..." con los tres primeros títulos, entre los que se encontrará "La literatura española en cien preguntas", de mi autoría. Una forma distinta de conocer lo esencial de nuestras letras. En la siguiente dirección se encuentran la noticia de los primeros títulos de la colección (págína 1 del catálogo):

http://www.book2look.de/embed/zGrgQ6Z7Yi&euid=58602578&ruid=58568553&referurl=www.nowtilus.com&clickedby=H5W&biblettype=html5&biblettype=html5.



miércoles, 1 de junio de 2016

Reseña de "Vuelo sin retorno"

Letra 15 ha publicado la siguiente reseña de mi novela "Vuelo sin retorno":
http://www.letra15.es/L15-05/L15-05-71-Resenas-y-criticas.html#i3

Crónica de la presentación de "Vuelo sin retorno"

Paso el enlace del nuevo número de la revista Letra 15, de la Asociación de Profesores de Español "Francisco de Quevedo", en donde aparece una extensa y magnífica crónica del día de la presentación de mi novela "Vuelo sin retorno", que tuvo lugar hace unos días.
Aprovecho para recordar que el próximo martes, día 7 de junio, estaré firmando ejemplares en la casetas 146 (Librería Atenas) de la Feria del Libro de Madrid, entre las 19:00 y las 21:00 horas:
http://www.letra15.es/L15-05/L15-05-62-Encuentros-Presentacion.Vuelo.sin.retorno.de.Felipe.Diaz.Pardo.html

domingo, 29 de mayo de 2016

lunes, 16 de mayo de 2016

sábado, 2 de abril de 2016

Relato: "Estación en curva"

A continuación os presento mi relato "Estación en curva", publicado en la antología El cielo en tus manos (Ediciones Atlantis, 2016):



ESTACIÓN EN CURVA

Por más que la vida pene,
no se pierda el esperanza,
porque la desconfianza
sola la muerte la tiene.

                      Gil Vicente.

            Cierta sensación de confusión mental, en tanto nos adaptamos de nuevo al mundo real, suele producirse al terminar la jornada laboral de todos los días, cuando el atardecer nos despista con las luces, todavía opacas, de las farolas. Aquella tarde, a tal enajenamiento transitorio contribuyó más, si cabe, el sonido que del interior de la boca del metro salía hacia el exterior. Una música oriental, de reminiscencias chinas para ser más exactos, cubría todo aquel espacio, abundantemente transitado, en unas horas que anunciaban un declive temporal repetido cada veinticuatro horas. Una vez abajo, justo al final del pasillo que daba acceso al vestíbulo en donde se encuentran los tornos de control del paso de los pasajeros, un anciano de rasgos asiáticos extraía de un instrumento desconocido para mí unas notas monocordes, similares a las que ambientan los restaurantes chinos mientras se saborea un rollito de primavera o un plato de arroz tres delicias.
            Aquel hombre contaba con todos los elementos propios de un ser de lejanas latitudes, entrado ya en una edad provecta: ojos rasgados, piel curtida por la edad, barba lacia y blanca como sus cabellos, igualmente escasos, y la típica mirada perdida y de plácida resignación propia de los orientales. Mientras, tal vez, rememoraba recuerdos de su tierra milenaria, acariciaba con un arco semejante al usado con los violines las cuerdas de un instrumento que nunca había visto y del que salía aquella música tímida y diminuta, que lo invadía todo. Parecía una guitarra venida a menos, esquelética y huesuda, con un mástil largo y delgado y una caja de resonancia raquítica, encogida por el paso de los años.
            “¿Qué hará este hombre aquí, perdido en la nada de un mundo tan lejano del suyo?”, pensé mientras sacaba de mi cartera el billete que me haría entrar por enésima vez en las entrañas del laberinto de túneles que recorro diariamente desde mi más tierna edad. Cierta desazón me produjo tan profunda reflexión, fruto del cansancio, sin duda, la cual desapareció pronto, justo en el momento en que aquel agudo y monótono soniquete se perdió tras las puertas de la entrada y recordé el motivo del disfrute que me esperaba aquella tarde, tal y como venía ocurriendo desde que conseguí aprender a saborear los pequeños placeres que nos proporciona la vida, por muy extraños que estos parezcan. Esa tarde tenía visita al dentista.
            Existen goces que se convierten en vicios inconfesables, cuando el común de los mortales deciden definirlos así y tildan de degenerados o, al menos, raros a quienes los profesan. Quizá sea ese mi caso, pero más por lo incomprensible para los demás de determinados gustos que por lo que de proscrita o execrable tenga mi extraña afición, que paso a describir someramente.
            Todo comenzó con una mala noticia que, a la postre, se convertiría en el bendito motivo por el cual pude llegar a descubrir tan deleitosa y maravillosa sensación, tan indescriptible entusiasmo. Es este un placer, como digo, que, si bien invade todos mis sentidos y me transporta a la calma y a la tranquilidad más absolutas, lo alcanzo a través de los órganos bucales. Son estos los que con tanta predisposición recogen todas esas emociones que me hacen disfrutar tanto, a pesar de que hurgar en ellos por manos extrañas, con intención quirúrgica, no es lo más apetecible para la mayoría de los humanos.
            Tan buena fortuna me la proporcionó pocos meses antes un pequeño dolor, malsano e insistente, en la parte inferior de la boca, que me obligó a visitar al especialista en medicina maxilofacial que me había asistido en otras ocasiones por otras molestias achacables a un mal acomodo de las muelas del juicio o a otros asuntillos parecidos y sin mayor importancia. Esta vez el origen de mi padecimiento no era otro que el que me producía otra pieza dental, la más profunda en la sima de mi mandíbula y la más cercana a otras cavidades más íntimas y ocultas de mi cuerpo, como es el comienzo de la garganta.
            Tras el breve rosario de trastornos que suponen las radiografías, los análisis de muestras y demás pruebas, el diagnóstico ofrecido por el facultativo indicaba la necesidad de la extracción de aquella muela, por más que estuviera sana. El motivo de tan fatídico dictamen venía determinado por otra causa, que era la existencia de un quiste en la encía, lo cual hacía necesaria la extirpación del diente para, tras ello, proceder a la eliminación también de aquella protuberancia poco beneficiosa, seguramente.
            Los miedos se disiparon, amén de las buenas noticias tras los posteriores análisis que no detectaron alarma alguna, desde el mismo momento en que la especialista me tumbó en su sillón del deleite, mal llamado de operaciones. Y este último punto de mi narración me hace darme cuenta de que no había advertido hasta ahora, a quien me lee, que el dentista era una mujer. Una joven, simpática y delicada hembra.
            La ternura con que tanto ella como su auxiliar susurraban palabras de aliento y confianza me condujo a un estado de plenitud y calma pocas veces experimentado por mí. Fue luego el leve pinchazo de la anestesia el que me trasladó a esa nube de serenidad de la que uno nunca quisiera bajar. Pero lo que definitivamente disipó todos mis temores y elevó mi espíritu a un éxtasis nunca imaginado fue la grácil y hábil maestría con que aquella mujer, ducha en la materia y decidida al mismo tiempo, hizo  desprenderse la muela de la carne con la misma suavidad con que se produce el descorche de una botella de champán sin producir el más mínimo ruido. ¡Cuán hermosa blandura hasta ese instante nunca conocida! ¡Cuánto deleite provocado por unas manos expertas en el manejo de herramientas diseñadas para transformar el dolor en júbilo y regocijo!
            Vino, a continuación, el tiempo gozoso de la unión entre el médico y el paciente, cual amantes retozando entre las esponjosas sábanas del lecho amoroso. Aquella ninfa de la odontología me regaló toda clase de caricias, haciendo uso de todo el instrumental de precisión que tenía a su alcance para limpiar mi encía de cualquier resto de materia orgánica que pudiera dañar por más tiempo el hueso de mi maltrecha mandíbula; frotando sobre la herida las gasas y algodones para recoger cualquier vestigio de aquella pequeña batalla quirúrgica; y, finalmente, manejando con destreza la aguja y el hilo de sutura que habría de cerrar aquella brecha para evitar cualquier posibilidad de infección o daño posterior.
            Todo ello  condujo a la lógica consecuencia que suponía la conjunción espiritual que había unido dos almas complementarias, deseosas de entenderse. Quiero decir que, a partir de ese día tuvieron lugar visitas periódicas como aquella, para comprobar el buen estado de los lazos establecidos entre un desvalido sufridor, preso del ensimismamiento, que era yo, y la experta diosa venida del cielo, que era Sandra, la ya mencionada y alabada dentista, que me regalaba sus atenciones cada vez que allí acudía, con sus manos angelicales. A esa indudable unión y recíproca compenetración contribuía también Begoña, la enfermera, que con su irresistible sonrisa y sus exquisitos modales, como sacados de los ademanes practicados por las modelos en los desfiles de moda, convertía nuestro grupo en un trío de indisoluble complicidad, unido por algo semejante al sentimiento amoroso.
            Cada tarde, mientras Sandra inclinaba su cuerpo sobre mí para manejarse con la soltura que le permitiera revisar la cicatrización de la herida y, posteriormente, para llevar a cabo las tareas precisas para la reposición de una pieza injustamente sacrificada por razones ajenas a su condición de sano elemento dentario, notaba sobre mi pecho la cercanía de unos senos jóvenes y turgentes que se insinuaban tras el escote justo y sugerente del uniforme verde e impersonal, usado por la profesión médica en su trabajo. Tan ineludible situación, no sé si fruto de la casualidad o de la simple necesidad ofrecida por la postura que debía emplear para llegar a lo más hondo de mi boca, hizo posible que en alguna ocasión, simulando sutilmente un movimiento obligado por las circunstancias, llegara a rozar de manera casi imperceptible las curvas de su cuerpo que, por su perfección, enardecían de nuevo mis ansias de unión, no sé si carnal o simplemente mental, fruto de la fantasía, pero unión al fin y al cabo.
            Unos pensamientos relacionados con todos estos acontecimientos animaban, lógicamente, el viaje que por el mundo subterráneo de la ciudad acababa de iniciar. Intrigado todavía por la escena musical que momentos antes había presenciado, y ayudado por las posibilidades omnipresentes que hoy día ofrece internet, dediqué el primer tramo de mi periplo, hasta llegar a la estación donde habría de realizar el trasbordo con la otra línea del metropolitano, en desentrañar la incógnita sobre el instrumento musical que acababa de conocer unos minutos antes.
            Tecleé en el buscador del móvil la secuencia “instrumentos de cuerda chinos” y, al instante, surgieron en la minúscula pantalla del aparato una lista de enlaces y varias imágenes en las que aparecían diversos artefactos musicales, entre los cuales figuraba el que hacía pocos minutos había visto tañer al anciano oriental. Pulsé sobre dicha figura y pronto se disiparon todas mis dudas. Sansian era el nombre del referido artilugio sonoro. Escribí dicho vocablo, a su vez, en el buscador y la Wikipedia me dio la clave: “laúd chino de tres cuerdas, con un largo diapasón y un cuerpo fabricado tradicionalmente a partir de piel de serpiente estirada sobre una caja redondeada que se utiliza como resonador”.  Seguí leyendo: “su sonido tiene un tono seco, algo percusivo y volumen alto, similar al banjo”.
            Aclaré la duda que movía mi curiosidad en el mismo instante en que llegaba a la estación del traspaso de un tren a otro. Un amplio distribuidor, del que salían pasillos por todas partes y de cuyas paredes y columnas colgaban carteles de diferentes colores, anunciadores de las distintas líneas de metro que allí confluían, y que desde allí también se desparramaban hacia todos los confines de la ciudad, servía de tablero por el que se movían los viajeros, a modo de fichas andantes, en un flujo incesante.
            Mi atención se centró entonces en otra imagen sonora, cuyos acordes producían en mis oídos mejores sensaciones que las que pude experimentar antes con el instrumento asiático. El artista ejecutaba, en el momento de mi paso delante de él, el “canon en Re mayor, de Johann Pachelbel”, haciendo uso de un violín, al que le acompañaba la música enlatada que salía de un altavoz que tenía al lado. Una inusitada mezcla de tristeza y melancolía inundó mi pensamiento al tiempo que, contradictoriamente, experimentaba un mayor ánimo, que me obligaba a pisar con más fuerza y a acelerar mis pasos. Fue el justo momento en que vi bajar por la escalera mecánica que comunicaba la planta superior del intercambiador con la que yo estaba a una hermosa muchacha que mantenía su vista perdida hacia el frente.
            Pareciera que aquella cadenciosa melodía, interpretada con mayor o menor fortuna por aquel intérprete callejero, se convirtiera de pronto en la banda sonora de toda mi vida, una existencia en la que, de seguro, llevaba esperando durante tantos años, sin saberlo, la llegada de aquella mujer.
            Fue en el momento en que aposentó sus pies en tierra firme cuando me di cuenta de una cosa: era ciega. Fue entonces también cuando agradecí silenciosamente a las alturas la suerte que me proporcionaba tal hallazgo. Desde mi más temprana infancia había sentido cierta predilección por los invidentes, por esos seres desvalidos y fuertes al mismo tiempo, aislados o ajenos de todo lo que les rodea. Si alguna vez hubiera tenido que dar una respuesta en serio a la típica pregunta que se suele hacer a los niños sobre qué les gustaría ser de mayores, yo hubiera contestado que hubiera deseado ser ciego. Uno de esos ciegos majestuosos e impertérritos en sus gestos y ademanes, a los que todo el mundo cede el paso y a los que todos queremos ayudar ante un semáforo en verde. Y si en algún momento de mi vida se me hubiera puesto en la tesitura de elegir una causa por la que morir o sufrir padecimiento, yo hubiera respondido sin dudar que “para salvar a todos los ciegos del mundo”. ¡Qué mayor muestra de amor hacia la Humanidad que sacrificarse uno mismo para erradicar el impedimento físico que castiga sin poder contemplar los colores, la luz y los rasgos amables de un semblante que está destinado a ser visto y admirado!
            Tales razones, como se puede comprender, me hicieron pensar rápidamente en la posibilidad de cambiar los planes de aquella tarde y abandonar para siempre el deseo de compartir roces y momentos íntimos con Sandra, hasta ese momento mi deseada dentista. A dichos argumentos, habría que añadir uno definitivo, como era el de imaginar que aquella angelical criatura, aunque de gesto inexpresivo, habría de ser, con toda seguridad, una joven sensible y seductora, gracias a los demás rasgos físicos y sugerentes ademanes que la acompañaban.
            Enderecé mis pasos tras los suyos. Y la alegría me desbordó cuando vi que elegía el mismo pasillo que yo, con un movimiento aprendido y ritual y sin necesidad de unos ojos abiertos al mundo para recorrer ese itinerario. Una vez en el andén decidí convertirme en la sombra que habría de cuidarla, en el ángel salvador que la protegería siempre. Pronto pude imaginarme en otro mundo distinto al que, conscientemente, estaba dispuesto a renunciar y que solo estaba encaminado al disfrute de unos placeres puramente materiales, obtenidos a costa, incluso, de lo que para la inmensa mayoría de la sociedad civilizada supone una tortura.
            Las puertas del vagón se abrieron una vez que se detuvo después de hacer su entrada en la estación y aquella muchacha parecía aceptar la compañía invisible, pero percibida para una persona que tiene desarrollados los demás sentidos, que yo le ofrecía. Lo hacía con la muda aprobación de quien parece estar al margen de todo lo que le rodea, pero se siente observado. Sentado a su lado opté por trastear nuevamente el móvil, tal vez emulando la postura que adoptaba el noventa por ciento de los usuarios de aquel medio de transporte, en tanto se me ocurría una manera de entablar un contacto más directo con quien se había convertido para mí, desde hacía tan solo unos minutos, en una regalo de la naturaleza.
            Entonces la providencia se puso de mi parte otra vez. Estábamos llegando al término de mi trayecto sin encontrar solución alguna que me permitiera iniciar el contacto con ella cuando, segundos antes de llegar a la estación, vi que hacía ademán de levantarse del asiento. En ese momento también, la voz femenina, grabada para la ocasión y que repetía las mismas palabras cada vez que el convoy hacía su entrada allí, lanzó la siguiente advertencia: “Atención, estación en curva. Al salir tengan cuidado para no introducir el pie entre coche y andén”. Tan conocido mensaje,  –no por repetido en los casos en que determinadas estaciones lo requieren, menos oportuno en ese justo momento–, fue mi tabla de salvación. Me levanté yo también y me coloqué junto a mi protegida, a la que le dispensé un ofrecimiento que suponía que no podría rechazar.
            –¿Me permite que le ayude, para hacer caso a la voz que acaba de advertirnos acerca de los peligros de una estación tan imperfecta como desconocedora de la línea recta? –pregunté con ese estilo deliberadamente socarrón y un tanto cursi, propio de otros tiempos.
            –¿Quién se puede resistir a tanta caballerosidad, y más si proviene de una voz tan varonil y hermosa como la suya? –respondió ella con idéntico tono, cercano al sarcasmo.
            –Para preciosa ya está usted, permítame que le diga –concluí yo.
            Y sin más se agarró de mi brazo, convirtiendo tal acto en un gesto que pareciera repetido entre nosotros a lo largo de toda la vida.
            Una conversación insustancial entablamos mientras abandonábamos los recovecos subterráneos de aquel laberinto, tristemente convencido de que pronto acabaría el paseo y con ello llegaría el momento de la despedida, ya en el exterior. Pero de nuevo la fortuna se empeñó en hacerme su destinatario predilecto cuando aquella bella dama, de mirada perdida, me anunció que coincidíamos, al menos durante unos metros, en el mismo recorrido.
            –Pues aquí me quedo –dijo al rato, con una exactitud que me sorprendió, al llegar a uno de los portales que se encontraba en mitad de la calle por la que nos introdujimos, tras abandonar la avenida en donde en encontraba la boca del metro.
            –¡Qué casualidad! –exclamé exultante cuando pude ver que era el mismo edificio al que yo acudía–. Veo que el destino nos ha unido, porque a este sitio vengo yo también.
            Entonces, mientras ascendíamos al piso correspondiente, intercambiamos opiniones al respecto y pudimos comprobar que, en efecto, nuestros intereses confluían en la consulta de la misma odontóloga, cuyos servicios veníamos utilizando ambos por distintos motivos desde hacía algún tiempo. Salimos juntos del viejo ascensor que, a pesar de renquear, mostraba el tesón  denodado de siempre por elevarse hacia las alturas.
            Nos recibió la eterna y siempre sonriente Begoña, quien nos abrumó a los dos con los saludos y halagos de rigor. A ella le plantó dos besos sobre unas delicadas y suaves mejillas que sabían recibir el contacto ajeno sin contar con referencia alguna de por dónde venían. A mí, como siempre, me ofreció la mano. Luego nos indicó, como era usual también en la mayoría de las veces, la sala de espera.
            Otra vez la música volvía a acompañarme durante esa tarde, tal vez como recordatorio del estado de gracia en que me encontraba. Esta vez se trataba de composiciones modernas propias de estos lugares, mucho más alegres que las que había escuchado en mi reciente viaje hacia allí.
            El caso es que, a pesar de todas las vicisitudes y avatares sufridos hasta ese instante, el mundo quedaba perfectamente ensamblado al encajar las últimas piezas que quedaban sueltas. Al menos eso fue lo que pensé cuando vi a Sandra acudir eufórica a la sala de espera y la oí saludarnos con unas palabras que encerraban el sofoco y el alivio en un único golpe de voz.
            –¡Por fin os veo juntos! –exclamó al tiempo que nos repartía besos y abrazos a los dos recién llegados.
            Desde ese día ninguno de los tres falta a una cita periódica que alienta los deseos particulares de cada uno, unidos en un solo abrazo cuando se cierra la puerta de la consulta. Siempre custodiada por Begoña, la cómplice necesaria en nuestra dicha y felicidad.



FELIPE DÍAZ PARDO

jueves, 31 de marzo de 2016

Presentación de "Vuelo sin retorno"

Se aproxima el día de la presentación de mi libro de mi última novela Vuelo sin retorno, Aquí dejo noticia del evento. Ni qué decir tiene que estáis todos invitados:

domingo, 24 de enero de 2016

Resumen de la primera parte de mi novela "Vuelo sin retorno" (Entrelíneas, 2016, 254 págs.)

Para animar a la lectura de mi última novela, a continuación resumo brevemente su primera parte. La situación que se plantea desde el principio, de todo punto absurda y kafkiana, elucubra con una situación política que bien puede producirse en los tiempos en que vivimos. Más adelante, todo se desarrollará de tal manera de que la vida de los protagonistas se entrecruza hasta dar con un final inesperado. Espero haberlo conseguido.
Resumen:
Roberto Bracamonte, Director General del Ministerio de Asuntos Exteriores, encargado de controlar los efectivos de las embajadas y legaciones diplomáticas repartidas por el mundo, una vez que llega al aeropuerto y tras ser trasladado por un taxista que, misteriosamente, se presenta en su casa antes de la hora prevista, es conducido por unos operarios taciturnos y parcos en palabras, hasta unas dependencias en donde Justo Uriel, Director General de Asuntos Ciudadanos, del Ministerio de la Presidencia, le informa de que ha sido seleccionado para pilotar el vuelo que habría de tomar para dirigirse a Buenos Aires, con el fin de participar en un programa estatal de ahorro, ideado por el nuevo gobierno, en el que participan miembros de un nuevo partido político. A continuación, se le facilita un manual de conducción de aeronaves; se le introduce en una sala con simuladores de vuelo para que, durante un breve espacio de tiempo, pueda conocer de manera rápida la instrumentación de una cabina de vuelo; se le proporciona un uniforme y una maleta con útiles personales para la travesía y se le presenta a la tripulación que le acompañará, cuyos integrantes, curiosamente, son personas del entorno reciente del protagonista. Una vez realizadas las citadas gestiones, toda la tripulación, siempre acompañada del citado Director General de Asuntos Ciudadanos, es conducida a la puerta de embarque, donde los viajeros hacen gala de su mala educación y, entre los que se encuentra en un lugar apartado, Berta, la exmujer de Roberto, quien también va a realizar el viaje para encontrarse en la ciudad porteña con un hombre del que aún no sabe su identidad y al que ha conocido por internet. Roberto se ve obligado a poner orden en el caos organizado por el pasaje antes de embarcar, lo que le hace sentir, a pesar del desagrado de la misión encomendada, cierto sentimiento de satisfacción, que se irá alimentando a lo largo del viaje, siempre bajo la tutela del referido Director General de Asuntos Ciudadanos, que es quien realmente coordina y dirige la operación.

lunes, 18 de enero de 2016

Primer capítulo de mi novela: "Vuelo sin retorno" (Entrelíneas, 2016, 254 págs.)

     La casualidad ha querido que las fechas en que aparece mi nueva novela, Vuelo sin retorno, coincidan con el momento político actual, en plena vorágine de supuestos pactos y desencuentros políticos. No en vano su trama fantasea con una posible situación política en donde lo absurdo y lo fantástico se entremezclan. 

  Se ha formado en España un nuevo Gobierno, que está coaligado con los representantes parlamentarios de un partido surgido de la “nada” debido a la crisis. Roberto Bracamonte, alto funcionario del Estado, se embarca en un viaje surrealista cuando se le comunica que debe cumplir con su obligación de servir al Estado, como todo ciudadano, en el plan de ahorro para la crisis (PAC), consistente en realizar determinados servicios gratuitamente, en este caso pilotar el avión en el que viajará.
    Sorprendente historia en la que encontramos al ser humano sometido a una voluntad y a una situación que le sobrepasa, sin saberlo.
     Aquí dejo, como adelanto para el lector interesado, el primer capítulo de dicha novela y que puede conseguir en librerías o a través de la pagina de la editorial:  http://eraseunavez.org/epages/ec2503.sf/es_ES/?bjectPath=/Shops/ec2503/Products/066


1. Adelanto imprevisto

Durante las últimas semanas no necesitaba, cada noche, poner en marcha el sinfín de estrategias que había ideado para levantarse a la hora exacta del día siguiente, disciplina que se imponía como obligación ineludible, y nunca escamoteada, desde hacía años. Durante las últimas semanas abría los ojos, al menos, un cuarto de hora antes de la hora prevista. Se dedicaba entonces a desconectar los distintos artilugios que había programado para evitar la desgracia de quedarse dormido. Y más aún en esa ocasión en que, como en otras muchas, habría de salir corriendo hacia el aeropuerto, sin posibilidad alguna de retraso, pues necesitaba su tiempo para llevar a cabo todas las operaciones que conlleva una ausencia de casa durante tantos días. Deslizó el interruptor del despertador digital a la posición off, pulsó el botón del despertador analógico, desconectó la alarma del móvil y se levantó con la tranquilidad que le proporcionaban los quince minutos robados al sueño.
A tal suerte, la de disfrutar de aquel regalo temporal con el que aminorar la angustia y la ansiedad por el viaje, contribuía, esta vez para bien, la luz amplia y directa de las farolas de la avenida, todavía incompleta y desdentada con el hueco de los solares aún por edificar. Tanta parcela todavía por construir facilitaba el paso de los rayos eléctricos a través de la ventana de su dormitorio, cuya persiana siempre dejaba a medio bajar para mitigar la soledad en la medida de lo posible. Por otra parte, la falta de costumbre, a pesar del tiempo transcurrido, de encontrarse con la inmensa llanura de un colchón de metro cincuenta para él solo, sin tropezarse con nadie ni rozar otro cuerpo caliente que no fuera el suyo, ratificaba la idea de considerar inútil remolonear en aquel desierto vacío de sentimientos, deseos carnales o cualquier otra señal de vida digna de tener en cuenta.
Abrió una de las puertas del balcón para reconocer el frío de la madrugada que estaba terminando y ventilar el dormitorio mientras preparaba el desayuno con toda la celeridad a que la ocasión obligaba. Ese día no podía perder un minuto en la rutina que se había organizado para convertirse en un hombre normal, con una vida normal, con unas costumbres reconstruidas de nuevo. Habitualmente se acercaba a la cocina y lo primero que hacía era llenar la cafetera con el agua necesaria para el primer café del día. Por fin se había hecho con una taza personal e intransferible para ese ritual en una tienda de chinos cercana a casa. Le había costado un tiempo encontrar un recipiente que se amoldara a unos gustos que provenían de tiempo atrás, cuando la costumbre se había convertido ya en una manía. Cada mañana la llenaba de la cantidad de agua necesaria, para evitar derroches, que luego volteaba en la parte inferior de la cafetera. Dos cucharadas de café era también la dosis justa para elaborar un líquido aromático que luego combinaría, en otro alarde de equilibrio, con un poco de leche, la imprescindible para neutralizar el sabor amargo del líquido negro y mitigar también, en lo posible, la amargura en que estaba sumido últimamente también su espíritu. Mientras la cafetera se calentaba, sacaba de una bolsa de plástico colgada tras la puerta en una percha adhesiva colocada al efecto una porción de pan de molde que introducía en la tostadora, a la espera de oír los primeros gorgoteos que anunciaban el feliz resultado en la mezcla por conseguir el líquido negro tras la operación anterior. Era el momento preciso para presionar el botón del artefacto que estaba obligado a dorar convenientemente aquel pequeño cuadrado de pan, esponjoso y de blanca apariencia. Justo en el instante en que dicho cuadrilátero harinoso salía despedido por la ranura del aparato, gracias a un impulso espasmódico provocado por unos muelles invisibles, era también el punto preciso en que se podía dar por terminado el proceso iniciado por la cafetera, antes descrito. Desconectaba la corriente eléctrica de la vitrocerámica y aprovechaba el calor que la placa desprendía aún para colocar sobre ella el cazo con una escasa cantidad de la sustancia láctea y así aliviarla del frío a la que estaba sometida por culpa de su almacenamiento en el frigorífico. Aprovechaba esos segundos para untar la tostada con pequeñas cantidades de mantequilla que extendería por toda la superficie con minucioso ahínco y destreza. Una vez que la leche estaba lista para ser mezclada con el otro líquido elemento, de contrario color, y todos los otros alimentos ya dispuestos en perfecta manufactura y listos, lo colocaba todo en la bandeja que llevaría al salón para aprovechar ese breve espacio de tiempo, que aún le permitía tanto trajín, en conocer las primeras noticias del día, gracias al avance televisivo que comenzaba a las seis de la mañana.
Ese día, la parada ante la pantalla de treinta y dos pulgadas y alta definición habría de ser más corta. Primero atendió rápidamente a los resultados de los partidos de fútbol del día anterior en que, como cada domingo, era obligada una jornada jalonada de encuentros heroicos de los dioses del balompié a todas horas, tal y como establecía el mandato de los derechos televisivos. Después se vio obligado a escuchar la retahíla de propuestas irreales de un partido que había surgido de la nada y que al hilo del descontento generalizado existente durante los últimos tiempos se había hecho con unos cuantos escaños en las últimas elecciones, celebradas recientemente. Esa circunstancia permitía a la nueva sigla mantener en jaque al partido mayoritariamente votado que se había visto obligado a pactar con el recién nacido movimiento, en el que se mezclaban jóvenes más o menos lúcidos y concienciados con mercachifles y perroflautas, si quería formar un ejecutivo medianamente consistente y mínimamente estable. El presentador del telediario desgranaba, una a una, algunas de las medidas que proponían desde ese nuevo gobierno, dispuesto a regenerar una sociedad lastrada por la corrupción y la ignorancia de una clase política que ya no era tal, sino unos simples asalariados de la empresa en el poder o en la oposición, igual daba.
Tras terminar el desayuno, con más premura que otros días, obligado por las circunstancias, se lanzó a la cocina sujetando la bandeja con el nerviosismo que siempre le infundían los viajes. A pesar del control demostrado en esas situaciones, nunca se deshacía del miedo a oír el timbre del portero automático anunciando la llegada del taxista cuando él aún no estuviera preparado. Así que limpió con decisión y rapidez cualquier resto de la escasa vianda que acababa de ingerir y se encaminó hacia el baño con la determinación de quien ha superado ya otro obstáculo y va cumpliendo objetivos hasta llegar con éxito a la meta.
Ayudado por las anotaciones apuntadas en un pósit, con el fin de dar cuenta de cada una de las acciones necesarias en el angustioso proceso que suponen los preparativos de los duros y tortuosos periplos por trabajo, comenzó con sus comprobaciones. Aquel papel amarillento y pegajoso en un lado de su reverso comenzaba con una orden sencilla: revisar bolsa de aseo. Tal indicación fue añadida por él desde su última salida, toda vez que hubo de cargar con la incertidumbre desde el mismo instante en que facturó la maleta, momento en que le asaltaron las dudas. Fue entonces cuando empezaron sus preguntas: ¿había guardado las tijeras?, ¿había olvidado el cortaúñas? ¿Se había acordado del set de costura, necesario para disimular algún descosido o afianzar el botón de alguna camisa o del de alguna americana imprescindible ante la lógica escasez de vestimenta a la que obliga un minúsculo equipaje? ¿Seguro que llevaba la plancha portátil, por el mismo o parecido motivo que el expresado en la anterior pregunta? Aquella vez solventó alguno de estos agónicos temores adquiriendo a toda prisa unas minúsculas tijeras y una pequeño estuche con hilos, agujas y botones de diferentes tamaños y colores, a precio de oro, tal es la costumbre de los aeropuertos, en el establecimiento existente pasado el control y que se dedica a vender toda clase de artículos que el viajero suele olvidar en el último momento. Aquel estipendio, que en un principio le dio la tranquilidad durante las horas de vuelo, y que no podía justificar en los gastos, se convirtió después, tras comprobar a la llegada al hotel que ninguno de aquellos objetos faltaban en su maleta, en la muestra palpable y clara de que las antiguas obsesiones seguían sin abandonarle.
Segunda comprobación: desconexión de la caldera, de la plancha, de los enchufes del televisor, de las lámparas, de la lavadora y demás electrodomésticos con los que se convive pacíficamente y en armonía a diario y que pasan desapercibidos a lo largo de nuestra existencia, a pesar de su inestimable ayuda. Se daba el caso, muy a menudo, de verse asaltado por la duda de algún olvido en el campo apocalíptico de la electricidad y de sentir una angustiosa inquietud durante su ausencia de casa y durante todo el tiempo que durara, según los casos, una sesión en el cine, un paseo por el centro de la ciudad e, incluso, un periodo vacacional entero, atemorizado ante la posibilidad de encontrarse a la vuelta con las ruinas humeantes de un incendio arrasador.
La tercera y última verificación tenía que ver con el cierre de la llave de paso de las cañerías, siempre amenazantes con inundar la casa, o con el sellado de puertas y ventanas, o con la bajada de las persianas o con cualquier otra estrategia de seguridad que garantizara, durante su ausencia, la integridad de un hogar que a pesar de faltarle el calor de la convivencia era su morada habitual, su único retiro, al fin y al cabo.
Seguro de haber cumplimentado todas las operaciones necesarias para la partida, procedió a su aseo personal, a vestirse y a dar por completado el contenido de la maleta antes de cerrarla. Llegado este momento y cuando aún no había finalizado de manera definitiva con todos los preparativos, sonó el telefonillo del portero automático. El inesperado pitido rompió la calma y la meticulosa planificación de aquel proceso que, tras la costumbre, había conseguido establecer con cierta perfección. Se apresuró hacia la puerta principal y tomó el auricular que estaba colgado en un lado de la pared. Era el taxista, quien se había adelantado casi treinta minutos sobre la hora acordada con la simpática señorita con la que había hablado la tarde anterior.
Imbuido del sentido de culpa y la timidez que, a veces, le solían acompañar, no discutió aquel inexplicable adelanto de la cita con el conductor. Apenas balbució unas palabras ante el atrevimiento y la débil excusa de la voz metálica que venía de la calle, rozando la burla, y que le dijo “así llegamos antes y no se preocupe que yo espero aquí abajo, calentito en el coche”.
De pronto, el orden y la disciplina desaparecieron de su vida. Abrió el armario, escogió la ropa interior sin darse cuenta de que los calcetines azul marino no conjuntaban con los zapatos negros ni con el pantalón marrón oscuro que tenía preparado en la cama. Y que la camisa no contaba con botones en el cuello, detalle que para él era imprescindible cuando no usaba corbata. Tomó la primera chaqueta que alcanzó en la percha del vestíbulo, sin reparar tampoco en que tal vez fuera demasiado gruesa para el clima cálido, propio del destino al que se dirigía.
Cuando alcanzó el portal vio que el taxista había incumplido su palabra de mantenerse dentro del vehículo. Estaba hablando por el móvil, apoyado sobre el techo del vehículo y se le veía gesticular nervioso.
¿Don Roberto Bracamonte? –preguntó en cuanto le vio llegar, cortando al instante la comunicación con quien estuviera hablando.
–Sí –contestó un tanto cohibido por la culpa en el retraso y sin atreverse a realizar comentario alguno sobre la tempranera e intempestiva llegada.
Pues vámonos, que contra antes salgamos antes llegamos.
Aquella máxima filosófica tomaba más fuerza con la expresión del vulgarismo gramatical, pensó Roberto, acostumbrado a la pulcritud lingüística, propia de las personas de su rango y condición. No obstante, no entendía a alcanzar el motivo de tantas prisas. Un lunes, al amanecer, el camino al aeropuerto solo dejaba ver en el horizonte la claridad rojiza que despunta tras los edificios que con su contorno quebraban un cielo libre de nubes, tan limpio como la semana que comenzaba.